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Dos artículos sobre cómic

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Una breve entrada para invitarles a visitar la Revista Electrónica Digital de la Universidad Autónoma de México, donde nuestro becario, Roberto Bartual, acaba de publicar dos artículos en el último número de dicha revista, dedicado al cómic.

El primer artículo está dedicado a las técnicas secuenciales en la pintura y otros artes "estáticos" como la fotografía y la escultura. El segundo trata sobre la ilusión de movimiento en el caricatura, el cómic y el cine.

El link:
http://www.revista.unam.mx/


Dr. Malarrama.

Parecidos razonables

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Cuando en 1791, el duque de York, hijo del rey Jorge III, se casó con Frederica Charlotte Ulrica, la prensa se deshizo en halagos. ¡Qué mujer! ¡Qué elegancia! Ninguna noticia fue celebrada aquel año con mayor pompa que la boda. Los periodistas babeaban no sin razón. Si la duquesa era considerada el summum del refinamiento, era porque poseía una cualidad única: tenía los pies pequeños. En resumen, que, en lo que respecta a aquel año, todo era el duque por aquí, la duquesa por allá, que si nos vamos de vacaciones a Balmoral, que si hay que ver lo maja que es la familia de la duquesa aunque sean alemanes, etc. Todo elegancia y buen gusto.

Pues el caso es que, al año siguiente y harto de tanta zarandaja, el caricaturista James Gillray editó el siguiente grabado:



La leyenda lo deja bien claro: "Contrastes de moda; o, el pie de la duquesa cediendo a la magnitud del pie del duque".

Pues bien, el caso es que este aguafuerte de Gillray fue motivo de tal hilaridad pública que la prensa, desde entonces, no volvió a decir ni una sola palabra elegante ni de buen gusto a favor de la pareja real.

Supongo que ahí está la diferencia entre una buena y una mala caricatura.


Parecidos razonables (II)

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EL EQUILIBRIO EUROPEO
Honoré Daumier (1866)


EL DESEQUILIBRIO EUROPEO

La película de la semana

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Comenzamos hoy nueva sección en How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb.Una sección en la que, todas las semanas, el Dr. Malarrama les recomendará un film de postín. A la hora de elegirlo trataremos de seguir dos criterios. Primero, satisfacer el gusto siempre exquisito de nuestros informados lectores. El segundo, que la película sea lo suficientemente desconocida como para que nuestra recomendación pueda servirles de algo.


La entrada de hoy está dedicada a un director de cine francés que vino al mundo como si a la madre de Sergio Leone la hubiera dejado preñada el padre de Robert Bresson. Habrán adivinado que me estoy refiriendo a Jean-Pierre Melville. ¿Qué sabemos de Melville? Pues que su apellido real es Grumbach pero que se hizo llamar Melville en honor a su escritor favorito. Que fue miembro activo de la Resistencia Francesa. Y, sobre todo, que se especializó en el cine policiaco, dirigiendo algunas de las mejores películas del género como El Silencio de un Hombre, El Círculo Rojo o El Delator.



Howard Vernon tiene cara de pocos amigos, pero no es mala gente: es que está solo.

Pero Jean-Pierre Melville no sólo hizo películas sobre policías hipócritas y truhanes con lealtad. Con la excepción de Los Niños Terribles, una adaptación de una obra de Cocteau, el resto de su carrera lo forman tres películas basadas en experiencias propias o ajenas durante la Segunda Guerra Mundial: El Ejército de las Sombras; León Morín, Sacerdote y la película que vamos a ver hoy, El Silencio del Mar. A los fans del Melville policiaco les interesarán estas películas porque explican lo que hay detrás de las primeras. Y es que la filosofía del gángster es la misma que la del Resistente: nunca delates a tu hermano porque tú puedes ser el próximo, algo de lo que Melville sabía un poquito.


El Silencio del Mar es el primer largo de Melville. Las películas sobre nazis molan, eso es algo incontestable; pero si hay algo que mole más que una película de nazis, es una película de nazis con un nazi bueno. El del Silencio del Mar es un oficial que ha sido pianista antes de la guerra, de lo cual se deduce que es un hombre cultivado que ama Francia sobre todas las cosas. Sí, ya sé que de una cosa no se sigue la otra, pero Melville todavía estaba un poco influido por Cocteau en este momento de su carrera. Pero a lo que íbamos, resulta que al oficial nazi, como le gusta leer a Balzac por las noches, no le cae bien la chabacanería de sus soldados y decide alojarse en una casa particular del pueblo francés que está ocupando su regimiento. El propietario de la casa es un viejito que vive con su sobrina y, como no le queda más remedio que hacer lo que le dicen, aloja al oficial. Ahora bien, cuando el oficial llega todas las noches a dormir, ni el viejo ni la sobrina le dirigen la palabra. Una cosa es someterse y otra bien distinta comunicarse. Total, que el nazi resulta que es un tío de puta madre cuyo único error es ser demasiado idealista, pues cree sinceramente que Hitler le va a hacer algún bien a su amada Francia. Y esto es lo que, básicamente, les cuenta noche tras noche al viejo y a su sobrina; porque el tío, es llegar a casa y encontrárselos leyendo y tricotando, y ¡dale!, a soltarles la brasa: que si Francia qué bonita, que si qué rico está el Camembert, que si cómo admiro yo a la gente sencilla con cojones de acero como los de ustedes, etc. Pues nada, que el viejo y la sobrina ni mu. Ni una sola palabra le dirigen. Y el nazi ahí, dale que te pego a la sinhueso. Hasta que ya a uno le da pena y se pone a pensar, “joder cómo se las gastan los gabachos, mira que son crueles con el pobre nazi que no tiene con quien hablar”.


En fin, no voy a seguir más, que no quiero destriparles la película. Véanla y recuerden: al enemigo, ni los buenos días. Se lo dijo el Dr. Malarrama.


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Subtítulos en inglés dentro del paquete.


¿Qué sabemos de Werner Herzog?

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Pues sabemos que es un señor alemán que hace películas; sabemos que su apellido es falso, pero que tiene que molar ser alemán y que te llamen HeRR HeRRzog; sabemos que le puso a Klaus Kinski una pistola en la cabeza cuando este último se puso pichi en Fitzcarraldo; y sabemos también que una vez perdió una apuesta y, en pago de su deuda, se comió un par de botas con cordones y todo, igual que Chaplin, pero sin las ventajas del montaje. En resumidas cuentas, que este señor es un friqui de primera.



Últimamente, a raíz de Grizzly Man (esa película sobre los esforzados intentos de un majadero por convertirse en merienda de los osos), se está revalorando la carrera de Herzog, o mejor dicho (que esto no es la Bolsa), se le está volviendo a prestar algo de atención. Sobre todo a sus documentales o su “cine-ensayo”, o como queramos llamar a su obra de “no-ficción”. Vamos, que ya era hora de que nos diéramos cuenta de que el cine de Herzog no es sólo Klaus Kinski pegando berridos en la selva. De hecho, en sus documentales podemos encontrar un catálogo de fricazos que hacen parecer a Kinski un principiante. Desde el ya mencionado Thimothy Threadwell de Grizzly Man, a los acondroplásticos dementes de También los Enanos Nacieron Pequeños, pasando por el Dieter Dengler de Little Dieter Needs to Fly y Rescue Dawn (un hombre cuyo mayor sueño es volar, se alista, le mandan al Vietnam, se estrella en su primer vuelo y pasa tres años en un campo de concentración).

"Espera, Werner, espera; que ya te ayudo yo con la corbata"

Pero vayamos al grano. Lo que quería hacer en la entrada de hoy era recomendarles la última película de este señor, Encounters at the End of the World, que se debió gestar en su mochera más o menos de la siguiente forma:

“Bueno, ¿y ahora que hago?”, pensó Herzog al acabar su última película (llevaba tres días descansando y tanta inactividad le parecía ya un infierno). “Me apetece hacer una peli. Sí, creo que voy a hacer una peli sobre alguien muy friqui. No, mejor, ¡ya lo tengo! Voy a hacer una peli sobre MUCHOS friquis. Pero lo que no tengo es mucho dinero, así que no puedo ir de acá para allá buscando colgados. ¿En qué lugar del mundo podría yo encontrar muchos, muchos friquis todos juntos? Ya está, en la Antártida”.

Y allá que se va. Así que Encounters at the End of the World no es sólo una película sobre las cosas tan monas que se pueden encontrar sumergidas bajo el hielo del océano (imágenes acojonantemente hermosas que parecen como si robadas de 2001). Es también es un intento de comprender qué coño se le ha perdido allí a todas esas personas que, como les ocurre a algunos pingüinos (las criaturas más estúpidas sobre la faz de la tierra después de los seres humanos), de vez en cuando se sienten desorientados y comienzan a caminar cabezonamente hacia una muerte segura sin que nada les pueda hacer cambiar de opinión.





Hacia una muerte segura, pero eso sí, por un camino que merezca la pena.

Links sin subtítulos, para que practiquen su inglés. Quizá a ustedes no les haga falta, pero a Herzog sí que se la hace. Y mucho.


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Mordecai Malarrama

I'm Not There

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Ver a los Beatles en plan Buster Keaton, acelerados por la cámara de Richard Lester, pero dentro de una película de Fellini con Bob Dylan de protagonista. Algo así debió proponerse Todd Haynes al rodar esta escena de I'm Not There.
Detrás de la cultura, o lo que es lo mismo: el mito, se ocultan personas reales. Como en la escena de arriba, lo más que se puede hacer es saltar de una a otra idea, en asociación libre, buscando algún resquicio que nos deje entrever un ojo, una oreja, una nariz. Y algún trocito del Dylan real se adivina en esta película, sobre todo en los fragmentos protagonizados por Cate Blanchett.

Disfruten los links:


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Subtítulos en español dentro del paquete.

El Espejo del Amor

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La tipografía de portada es nada menos que de Nancy Ogami, la diseñadora del logo del Drácula de Coppola.


¡Lectores! ¡Lectoras!

El Dr. Malarrama in person se dirige a ustedes para recomendarles un regalo que no puede faltar en sus compras navideñas. Se trata de El espejo del amor, la segunda obra literaria de Alan Moore que se publica en España.

Si la primera era La voz del fuego, su hasta ahora única novela, esta nueva publicación recoge el poema en prosa (ahora en forma de verso) que escribió en 1988 como respuesta a la Cláusula 28, una ley británica aprobada por el gobierno de Thatcher que, créanlo o no, daba carta blanca para el internamiento de homosexuales en campos de concentración.

El espejo del amor es, por un lado, una obra militante, como exigían en su momento las circunstancias; a su vez es, sin embargo, una bellísima historia de amor, cosa excepcional
en un autor que nunca se ha prodigado en el género romántico.

El volumen que encontrarán en las librerías es una nueva edición, o mejor dicho, una versión nueva de este texto, uno de los más personales de Alan Moore. Si en su forma original fue ilustrado por Steve Bissette y Rick Veitch (dos de los artistas de La cosa del pantano), hoy lo acompañan las fotografías del gran José Villarrubia. Aunque “acompañar” es un verbo que se queda corto, porque las ilustraciones no son sólo tan hermosas como el texto, sino que además funcionan de forma tan secuencial como un cómic: las fotografías no sólo ilustran, forman también un texto paralelo al poema y lo enriquecen con su propio ritmo y progresión. Homenajes a Hockney con Jesús Vázquez incluido. Una página en negro que se niega a representar la muerte en las cámaras de gas. El carmín de los besos sobre la tumba de Wilde. El propio Villarrubia y nuestro fiel becario, Roberto Bartual, han traducido las palabras de Alan Moore.

Pues lo dicho, a comprárselo, que los becarios tienen que vivir de algo. Confíen en el Dr. Malarrama: es uno de los libros más hermosos que encontrarán por ahí estas navidades.

Dr. Malarrama.

The Gambas

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El Dr. Malarrama se enorgullece de presentar el último video de The Gambas, anunciando su single HONRADO y POBRE, que sin duda se convertirá en la próxima canción del verano.

Tiembla Nena Daconte.

El citado video es obra de Günther Geschlechtskrakheit (quien últimamente nos deleita con una apasionante historia del boxeo en su blog) y de nuestro becario (otra vez, qué pesado) con la imprescindible participación de los propios Gambas en la cámara y el montaje. En breves palabras, cuando llegamos con nuestros pantalones bombachos y las fustas preparadas para dar comienzo al rodaje nos encontramos con que los Gambas no sólo estaban borrachos sino que además tenían ya todo el material filmado.

Para que luego digan que la juventud no es hacendosa.

¡Aupa, Gambas!

La Agencia de Detectives Pinkerton

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Nuestro logo.

¿Su hija se ha fugado de casa con un comunista poniendo en peligro el futuro de la fortuna familiar? ¿Su empresa recibe amenazas de los sindicatos para que reduzca las 90 horas semanales que impone usted a sus empleados? ¿Su esposa no encuentra el huevo de Fabergé que le regaló el zar y las sospechas han recaído sobre la criada? Quizá sea hora de contratar ayuda profesional. Quizá sea hora de recurrir a la Agencia de Detectives Pinkerton.


Quiénes somos:

La Agencia de Detectives Pinkerton pone a su disposición un amplio número de agentes con experiencia en:


  • Seguimiento de personas evitando las restricciones impuestas por la Ley de Derechos Civiles y la Constitución de los Estados Unidos de América.

  • Reventamiento de huelgas amparándonos en el derecho constitucional de nuestros agentes a llevar armas y utilizarlas de la manera que les sea conveniente.

  • Servicio de vigilancia en minas de oro.

  • Expropiación de terrenos en Territorios todavía no reconocidos como Estados por el Congreso.


Además contamos con una extensa base de datos sobre la población civil que, hoy en día, es la base de los archivos del F.B.I.


Nuestro fundador:

En 1850, Allan Pinkerton fundó la Agencia Policial del Noroeste, que luego pasaría a ser denominada Agencia de Detectives Pinkerton. Allan Pinkerton empezó a adquirir una cierta fama cuando, en 1862, nuestro líder frustró en Baltimore un primer intento de asesinato de Abraham Lincoln. Desgraciadamente Lincoln prescindió más tarde de sus servicios y un mediocre actor llamado John Wilkes Booth pudo acabar con su vida unos años más tarde. En 1872, el gobierno español contrató a Pinkerton para acabar con un amago revolucionario en Cuba, cuyos cabecillas tenían la insensata intención de abolir la esclavitud e instaurar la democracia. La gloriosa carrera de Allan Pinkerton acabó en 1884, cuando al resbalar en una calle de Chicago, dio contra el suelo mordiéndose la lengua. La infección subsiguiente provocó su muerte un mes más tarde.




Allan Pinkerton, izda; Abraham Lincoln, centro.

Nuestros agentes:

Probablemente el más famoso de nuestros agentes sea, por desgracia, Dashiell Hammett, quien trabajó para la Agencia de Detectives Pinkerton durante el periodo comprendido entre los años 1915 a 1922. El nombre de Hammett llegó por primera vez a los titulares de la prensa cuando, en 1922, trabajando para nosotros, detuvo a unos ladrones que en diciembre de 1921 se escaparon con un botín en joyas y plata por valor de 130.000 dólares. Unos meses más tarde, Hammett dejó de trabajar para la Agencia Pinkerton con la peregrina alegación de que tenía problemas de conciencia después de haber ejercido como agente revientahuelgas.

Su ingratitud alcanzó nuevas cotas cuando, con gran cinismo, utilizó su experiencia con la Pinkerton para dar forma a su primer personaje literario conocido, el Agente de la Continental. Dicho personaje protagonizó Cosecha Roja, novela en la que Hammett presentaba a La Continental, trasunto de nuestra agencia, como una fuerza para-policial corrupta que en alianza con los poderes políticos y de la prensa busca asegurarse el control sobre un pequeño pueblo estadounidense. Es más, tuvo la osadía de dar a entender que sólo el sentido ético de una persona (el del Agente, en este caso) en oposición al código deontológico que manejan sus patrones, es el único camino hacia la justicia social. Cosecha Roja confirmó lo que sospechábamos: que este señor no era más que un maldito comunista.

No nos avergonzamos a la hora de reconocer que nos equivocamos con este escritorzuelo y, desde entonces, nuestro departamento de personal ha puesto un exquisito cuidado para asegurarnos de la pureza ideológica de todos nuestros agentes.



Dashiell Hammett detiene a unos ladrones. Titular de 1922.

Nuestros enemigos:

Los anarquistas, en general. No se rían. Ustedes los europeos no saben lo que es el anarquismo. El anarquismo continental siempre fue un juego de niños: como mucho disparaban a algún príncipe obeso y putañero de vez en cuando, como hicieron con Francisco Fernando de Austria, o le clavaban una lima en el corazón a Sissi Emperatriz. Pero aquí, en los Estados Unidos de América, tuvimos la mayor oleada de actividad anarquista que se recuerda en el mundo, durante fines del siglo XIX y comienzos del XX. Huelgas de mineros, bombas en vías férreas, asesinato de patrones… Allí donde haya un anarquista, estará la Agencia de Detectives Pinkerton para detenerlo y así lo demostramos en la huelga de Homestead (1891), en la de Pullman (1894) y en la mal llamada masacre de Ludlow (1914).

Al Swearengen. Este señor era propietario de una casa de lenocinio a finales del siglo XIX en un pueblo de Dakota del Sur llamado Deadwood. Aliándose con el autonombrado sheriff del pueblo, Seth Bullock, pusieron en entredicho el nombre de la Agencia Pinkerton, que había sido contratada por el magnate de las minas de oro George Hearst para proteger su propiedad.

David Milch. Se la tenemos jurada a este señor. Como guionista de televisión, en su serie Deadwood se atreve a asegurar que la Pinkerton entró al servicio de George Hearst para controlar a los mineros de Cornualles que había contratado. Estos se negaban a trabajar más de doce horas diarias y empezaron a asociarse. Según Milch, dicho “control” sobre los mineros incluía palizas, asesinatos y, cuando esto no funcionaba, directamente el despido para ser sustituidos por trabajadores chinos dispuestos a trabajar todas las horas que hicieran falta. Negamos rotundamente todas estas acusaciones.

Thomas Pynchon. Se atreve a glorificar el anarquismo estadounidense en su novela Against the Day, recubriéndolo de una pátina romántica que para nada se corresponde con la realidad. Menos mal que es una novela de ciencia ficción y cualquier cristiano de bien no creerá nada de lo que se cuenta en ella.


Para contactar con nosotros:

Para contratar nuestros servicios contra pérfidos anarquistas, hijas díscolas y criadas amigas de lo ajeno, deje un comentario en este mismo blog indicando su email y/o número de teléfono.

Si lo que le interesa es la aventura y quiere hacer las pruebas de selección para convertirse en uno de nuestros agentes, únase al grupo Pinkerton Detective Agency que podrá encontrar en Facebook.






Una gloria desconocida de la canción.

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El pasado viernes 9 de enero, tuvimos la oportunidad de asistir al concierto en honor de Ramón Louriño Capizzi. Bernardo Capizzi, nieto del cantante, interpretó una interesante selección de su repertorio, acompañado del Niño Sergio y de Luisan, al piano y a la trompeta respectivamente; y del Maestro Lezkano, a las cuerdas.

Ingratos como somos con los nuestros, poco se conoce en España la figura de Ramón Louriño Cappizzi, a pesar de que lo vieron nacer las tierras gallegas. Ramón L. Capizzi conoció a Federico Gª Lorca en la Residencia de Estudiantes cuando estaba ya en la Colina del Chopo, como la llamaba JR Jiménez. El piano de Federico fue la chispa que encendió su gran amistad; pero, ¡ay!, en un bosque los árboles más altos ensombrecen a otros no menos valiosos. Acaso eso ocurrió con Capizzi. De ahí que hoy pocos lo recuerden.

Contaba Pepin Bello que antes de acudir a la cita con su fatídico destino, Federico, asustadizo, dudaba si huir a su tierra. Buñuel le recomendó quedarse en Madrid, más seguro que las tierras de señoritos de Andalucía. A punto estuvo de no marchar, pero Capizzi le comentó: "Dónde vas a estar mejor que con los tuyos?". Nunca pudo dejar de preguntarse si su comentario fue fruto de la envidia por sentirse un segundón a su lado...

Sea como fuere, Federico murió, y Capizzi huyó de España, quién sabe si arrastrando la culpa tras de sí. Fue a parar a San Antonio, Tejas, donde conoció al bluesman Robert Johnson, de quien se dice que vendió su alma al diablo. Capizzi fue testigo de excepción de un acontecimiento singular, pues asistió a la grabación de la mítica canción número 30 de Johnson. Como es bien sabido, sólo se conservan 29 canciones grabadas por Robert Johnson. La última, la número 30, se creía perdida hasta ahora. Pero no, la memoria de Ramón Louriño Capizzi la rescató de aquella sesión, y hoy la podemos escuchar por fin, versionada y traducida por su nieto Bernardo Capizzi. He aquí el video:





Un libro "bonito"

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¿Qué es lo que hace que un libro sea “bonito”? ¿Una portada bien diseñada? ¿Ilustraciones? ¿Una tipografía cuidada y ámplios márgenes que permitan una lectura más placentera?

Quizá sea inutil enumerar las características que hacen del libro un objeto valioso en sí mismo. Pero mientras pienso en los libros hermosos que en algún momento u otro han caído en mis manos, me viene a la cabeza La historia interminable. Me refiero a la primera edición de Alfaguara, similar a la original alemana. Aunque poseía las características que he enumerado arriba, lo que hacía especial a ese libro como objeto era que ofrecía al lector una experiencia similar a la de su protagonista. Las ilustraciones y las alambicadas letras con las que daba comienzo cada capítulo eran las mismas que el protagonista, Bastian, admiraba en su ficticia copia de La historia interminable. Así, el libro de Michael Ende llegaba a las manos del lector como si fuera un facsímil de aquel otro libro legendario que permitía entrar a Bastian dentro del mundo de Fantasía.

Cuando el aspecto material de un libro refleja o imita la filosofía con que ha sido escrito puede llegar a convertirse en un objeto realmente fascinante. Pero no vamos a hablar de La historia interminable, sino de otro libro-objeto que lleva ese mismo concepto un poco más allá. Los autores son Alan Moore y Kevin O'Neill, y la obra en cuestión, tercera en la serie “The League of Extraordinary Gentlemen”, se titula The Black Dossier.

The Black Dossier es un volumen de unas doscientas páginas que se vende bajo la etiqueta de “cómic” o “novela gráfica”, términos ambos que nos sirven de poco a la hora de describir sus contenidos. Dentro de The Black Dossier encontramos todo tipo de especies narrativas (por utilizar un término acuñado por Paul Ricoeur que nos evita utilizar la inapropiada palabra “género”). Encontramos, digo, una narración en forma de cómic, pero también fragmentos de narración literaria sin ilustraciones, fragmentos de narración ilustrada con grabadosà la Doré, anuncios, informes burocráticos, literatura epistolar escrita en postales, dibujos en tres dimensiones (para los cuales es necesario ponerse unas gafas adjuntas con el volumen), e incluso una imitación en formato folio de una obra inédita de Shakespeare.



Para los neófitos en el mundo del cómic, o para los que no hayan leído las anteriores entregas de La liga de los caballeros extraordinarios, hay que decir que este título pertenece a un género literario muy especial: el pastiche. La premisa de La liga es relativamente sencilla. Se trata de responder a la pregunta: ¿cómo sería el cómic de superhéroes si ese modelo repetido hasta el hastío, el de Superman, jamás hubiera existido? La respuesta de Moore y O'Neill tiene su lógica: frente a la ausencia de Superman, los grupos de superhéroes responderían a modelos anteriores. En el caso de Moore, el modelo a imitar es el de la literatura popular que precedió al cómic. Los héroes de La liga no son otros que Mina Harker, la novia de Drácula; Allan Quatermain, de Las Minas de Rey Salomón; el Capitán Nemo (quien, desmintiendo la desacertada descripción de Verne, es en realidad un Sikh que detesta al Imperio Británico); el Dr. Jekyll y el Hombre Invisible. Y por si las referencias meta-literarias fueran pocas, La liga fue fundada por los servicios de inteligencia británicos, liderados por un misterioso personaje a quien todo el mundo conoce por el sobrenombre de “M”. ¿Les suena la sigla? No se equivoquen, pues detrás de ella se esconde James Moriarty, el archienemigo de Sherlock Holmes.

En 1999, cuando apareció la primera entrega de La liga de los caballeros extraordinarios, se alabó la gran originalidad de la premisa. Pero dudo que Moore y O'Neill tuvieran la pretensión de construir un género original, sino la de insertarse en una tradición preexistente. Philip José Farmer ya había hecho algo parecido en El mundo del río, una serie de novelas protagonizadas nada menos que por Mark Twain, Richard Burton (el capitán, no el actor), ¡y Hermann Goering!

La tradición del pastiche nace probablemente en los comienzos del Barroco, cuando apropiarse de las ideas de los demás no era algo tan mal visto como pretenden hoy en día Teddy Bautista y la SGAE. Entre los amigos de lo ajeno se encontraban autores de variada catadura literaria, desde el Avellaneda que continuó las aventuras de Don Quijote, a Shakespeare, quien fusiló dos obras anteriores para escribir Hamlet y La fierecilla domada. Sin embargo, la pasión contemporánea por el pastiche, al menos en el mundo anglo-sajón, se debe en buena medida a Arthur Conan-Doyle; o mejor dicho, a su muerte, ya que después de ella, un nutrido grupo de escritores (entre los que se cuentan Jardiel Poncela y muy recientemente Michael Chabon) puso su pluma al servicio de Sherlock Holmes, quien demostró así tener una vitalidad superior a la de su autor. Abundan ejemplos similares: George MacDonald Fraser tomó a Flashman, protagonista de su célebre serie de novelas homónimas, del libro Tom Brown's School Days, de Thomas Hughes; los acólitos de Lovecraft, después de su muerte, publicaron toda suerte de novelas basadas en la mitología y la cosmogonía inventada por este autor... Y ya puestos a robar un personaje a otro escritor (imitando también su estilo prosístico y los códigos del género), ¿por qué no robar muchos? ¿Por qué no probar cómo interactúan las creaciones ficticias de autores tan diversos como Bram Stoker, Robert Louis Stevenson o Arthur Conan-Doyle, mezclados con unos cuantos personajes reales que ayuden a desdibujar la frontera entre la realidad y la ficción?

Esta mezcolanza, o hotch-potch (que así llaman los ingleses a este tipo de literatura y también a un pudding), es el principio que anima La liga de los caballeros extraordinarios. Pero en este Black Dossier (y así volvemos al tema que nos ocupa: la belleza del libro) se lleva la mezcolanza un paso más allá. Al igual que el resto de entregas tenemos aquí imitación y mezcla de personajes ajenos, imitación y mezcla de códigos de género, imitación y mezcla de estilos literarios, pero también, y esto es lo que nos interesa, imitación y mezcla de especies literarias. Pondré un ejemplo. Imagínemos que los Dioses Primigenios salidos de la desequilibrada imaginación de H. P. Lovecraft hubieran existido. De ser así su culto habría tenido un gran éxito dentro de las sociedades “mágicas” (pienso en la Golden Dawn o en la Teosofía de Blavatsky) que tanta aceptación tuvieron entre los diletantes de clase alta en la Inglaterra de primera mitad de siglo. En ese caso, ¿quien mejor que P.G. Wodehouse para describir cómo unos aristócratas campestres adoran a Chtulhu? Pues eso justo nos encontramos en The Black Dossier: un extracto de Wodehouse, impreso de forma similar a las primeras ediciones de Woodehouse.


Pero Alan Moore ya nos tiene acostumbrados a incluir pequeñas narraciones noveladas dentro de sus cómics. Veamos otro caso distinto. La inmortalidad es una buena cualidad para un espía. Si el servicio secreto Británico encontrara vivo y coleando a un ser humano nacido en Tebas y con experiencia de combate en la guerra de Troya, las batallas de Maratón y Agincourt, y el sitio de Constantinopla, no dudaría en reclutarlo. Acaso es improbable encontrar un espía de dichas características, podría objetarse; pero no, ahí tenemos al Orlando de Virginia Woolf, quien además tiene la virtud de cambiar de sexo de cuando en cuando, mejorando por tanto sus aptitudes para el disfraz. The Black Dossier incluye un cómic relatando las aventuras de Orlando, pero diseñado a la usanza de primera mitad del siglo XIX, es decir, compuesto de una serie de ilustraciones estáticas acompañadas de leyendas.

Y aun hay más: una obra apócrifa atribuída a Shakespeare (imitando su estilo y la tipografía original de sus ediciones en folio) donde El Bardo relata cómo la reina Isabel encomienda a Próspero el reclutamiento de Orlando y la formación de la primera Liga; una publicación erótica ilustrada con grabados en cuyas páginas se puede contemplar el viaje de la Liga al castillo volador de Laputa, capitaneados por Lemuel Gulliver; y hablando de viajes, ¿sabían que Jack Kerouac se encontró con Mina Harker y Allan Quatermain jr. cuando andaba “en el camino”? En el Black Dossier queda constancia de ello, escrito sin puntuación y en corriente de conciencia (como el manifiesto beatnik manda) y, por supuesto, impreso en papel de pulpa tirando a sepia.




Bastan estos pocos ejemplos para hacer de The Black Dossier un capricho irresistible para el bibliófilo. Ahí reside a primera vista su valor: es un libro bonito compuesto a su vez de muchos otros libros bonitos. En segundo lugar, su calidad es la misma a la que nos tiene acostumbrados Moore con las dos entregas anteriores, aderezada esta nueva con alguna sorpresa: el malvado al que se enfrenta la Liga en esta ocasión es James Bond. Y número tres, ¿quieren saber por qué este Black Dossier es mi entrega favorita de la serie? Porque está diseñado y estructurado de tal forma que sus protagonistas, Mina Harker y Allan Quatermain jr., lo están leyendo al mismo tiempo que tú. El dosier negro es un conjunto de documentos que nuestros héroes han arrebatado a James Bond y que incluye todo tipo de textos literarios sobre la Liga. De cuando en cuando, Harker y Quatermain leen el dossier, y es en esos momentos cuando lse le van presentando os diferentes textos al lector en su formato original. Es decir, el libro que tienen en sus manos es (casi) el mismo que tienes en las tuyas. Como en La historia interminable.

Ya sé que es puro fetichismo, pero ¿qué hay más “bonito” que dejarse caer en la ilusión de que posees un libro salido de un mundo de ficción?




Ficción catódica yanqui.

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¿Son los Reservoir Dogs? No, sólo publicistas.

El tema de la entrada de hoy me lo sugirió un comentario lanzado por Jordi Costa hace unos días en el Facebook (hay que ver cómo se entera uno de lo que piensan las celebridades en esta era post-irónica de la cibernética). Decía Costa, “Mad Men es una serie de risa, ¿no?”. Esta pregunta, con su falsa inocencia y quizá motivada por el hartazgo ante los tópicos que tanto abundan en la ficción televisiva, pone en realidad el dedo en la llaga. ¿Son tan buenas como nos dicen las series estadounidenses? ¿Qué hay de cierto en el tan cacareado boom de la ficción catódica yanqui?

La pregunta de Jordi Costa dio lugar a un largo hilo donde quien más, quien menos daba un repaso a sus series favoritas o más odiadas, enumerando sus virtudes y defectos, para acabar en una interesante discusión sobre la naturaleza del pop y su distinción, si es que la hay, con respecto de la llamada “alta cultura”. Dejaremos este asunto para una próxima entrada de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb y recoger de momento en el guante lanzado por Costa acerca de la calidad de la series y su supuesto cambio de patrones.

Cierto es que algo ha cambiado al menos en lo que respecta a la aceptación de las series como género. Salvando casos excepcionales como Retorno a Brideshead, Yo Claudio, Berlín Alexanderplatz o Heimat (que en realidad no fueron tan excepcionales como parecen, sino que simplemente los hemos olvidado), las series habían sido consideradas hasta ahora como una especie de subproducto narrativo en comparación con el cine. De hecho, hace unos años, si nos hubieran pedido que enumerásemos series de televisión (y con el plural mayestático quiero incluir a gente como yo, sin una gran cultura televisiva), lo más probable es que ninguno de esos títulos nos hubieran venido a la cabeza, sino más bien otros como Urgencias, Falcon Crest o Cuéntame. Sin embargo, hoy en día, es posible que un título tan digno como Los Soprano encabece la lista improvisada de mucha gente.


Tony Soprano, o el macho alfa.

Los paradigmas han cambiado, por tanto, pero también su recepción crítica. Cahiers du Cinéma publica sin pestañear artículos sobre Deadwood y en las encuestas de las mejores películas no faltan los colaboradores que incluyen en su lista anual episodios especialmente sonados de Perdidos o The Wire. Nadie se extraña ya por ello. Pero ¿realmente ha habido una mejora en la calidad de las series o lo que ocurre es que, simplemente, ahora las miramos con mejores ojos?

Se habla mucho de la HBO, la cadena de televisión por cable que dio comienzo a esta “revolución de la ficción televisiva” con Los Soprano. Se mencionan como síntomas del cambio la profundidad psicológica de los personajes de sus series, el realismo de sus tramas, y su voluntad de ir más allá de los códigos de género; síntomas que son, a su vez, signo de calidad y marca artística que nos permite distinguir los productos de esta cadena con respecto de los de la competencia. Pero ¿se ajustan todas las series de la HBO a esta descripción? Tomemos, por ejemplo, True Blood, una serie basada en la confluencia de dos géneros, la literatura vampírica y las novelas softcore pseudo-románticas de Harlequín o Mills and Boon. ¿Dónde está el sello de la HBO en una serie donde no hay hembra que no esté como un queso, vampiro que no hable con los ojos entrecerrados para hacerse el interesante o intriga policial que no esté traída por los pelos? ¿Y qué decir de In Treatment, enésima serie ambientada en la consulta de un psicoanalista? ¿Recuerdan Sexo en Nueva York? Pues ésta es también de la HBO.



Cuantos más títulos citemos, menos cerca estaremos de saber en qué ha consistido esta “revolución”, si es que la ha habido. En realidad, dentro y fuera de la HBO, lo que sigue predominando son las fórmulas, si acaso un poco mejor medidas para captar a sectores más específicos del público. Como muestra un botón, o varios. The Big Bang Theory: metamos en un piso compartido a un grupo de estudiantes de doctorado con problemas hormonales y dificultades para comunicarse con todo aquel que no sepa distinguir entre un Klingon y un Vulcaniano. ¿El resultado? Poco más que hacer digerible Friends a una audiencia versada en cultura popular. Otro sector de la audiencia busca en la televisión algo más que echarse unas risas, pues todavía sigue confiando en las posibilidades didácticas de este medio. ¿Y cómo negarlas? Ahora sabemos, gracias a Los Tudor, que en las cortes europeas del siglo XVI era fácil reconocer a los conspiradores por su forma de fruncir en ceño cuando tramaban algo. Pero no nos olvidemos de los solteros con profesiones liberales. Ellos también tienen su cuota de mercado. ¿Cómo no sentirse identificados con el escritor frustrado y borracho de Californication, que tiene a su alrededor una cohorte de bellas mujeres atraídas por su condición de frustrado y borracho?

No nos engañemos. La excepcional calidad de algunas series como Los Soprano, Deadwood o The Wire no se ha generalizado ni mucho menos. Abundan los tópicos, y en muchos casos sigue siendo necesario hacer un gran acopio de humor para poder digerirlos, como ocurre precisamente en Mad Men, serie que viene a demostrar que, en los años 60, los hombres fumaban y bebían demasiado, y las mujeres lo pasaban muy mal solas en sus casas.


Dicen de Al Swearengen: "Cuando no miente, Al es el tipo más honorable que te puedas echar a la cara"

Pero tampoco hay que ser injustos o pasarse de cínicos. No es necesario hablar de “revolución” para constatar que ciertas cosas han cambiado en la manera de hacer series en Estados Unidos. En primer lugar, el guionista ha adquirido una importancia que nunca antes había tenido en este país (y quizá sea aún mayor desde la huelga del año pasado). Son las palabras y no la imagen las que hacen de Tony Soprano o Al Swearengen personajes ricos y complejos, sobre todo en el caso de este último, cuya serie, Deadwood, está más que ninguna otra construida en base a monólogos y duelos verbales fascinantes. Sin embargo, no debemos olvidarnos de que el guionista también era el rey en la edad de oro de la televisión británica y que el reinado de nombres como el de Dennis Potter duró lo que duró aquella era. A la larga se imponen los imperativos comerciales: esas esotéricas reglas que miden lo que funciona y lo que no.

La segunda gran diferencia con respecto a otros tiempos (y en mi opinión la más importante) no tiene tanto que ver con el medio o con el mensaje, como con la manera de recibirlo. Antes, la única manera de seguir una serie era encendiendo el televisor determinado día de la semana a determinada hora del día. Hoy, no hay nada más fácil que bajarla de Internet o recurrir al DVD, haciéndonos posible ver una temporada completa en un corto periodo de tiempo sin que los avatares de la vida cotidiana nos hagan perder ningún episodio. Es quizá por eso que los guionistas dependen menos ahora del factor olvido, evitándoles incluir en cada episodio información redudante para que el espectador intermitente pueda seguir la historia. La estructura compacta y no repetitiva de las miniseries británicas se ha extendido a otras mucho más largas, como Los Soprano, y el sueño de Erich Von Stroheim (que el público madurase como para poder ver de una sentada una película de ocho horas) no solo se ha cumplido, sino que se ha visto ampliamente sobrepasado.

Las series han triunfado sobre el cine al menos en esa cuestión: superar los límites de duración que arrastra consigo la sala oscura, con las mayores posibilidades narrativas que eso conlleva. Indudablemente, Los Soprano se beneficia de su enorme extensión. En 86 horas hay tiempo de sobra para desarrollar a casi todos sus personajes, dotando de vida y de una chispa especial a casi todos ellos. ¿De qué película, tomada de dentro del canon del cine clásico norteamericano (canon al que pertenece Los Soprano), podemos decir que todos y cada uno de sus personajes sean tan redondos o haya explorado tantos puntos de vista diferentes sobre el mundo que representa? Pocas hay, sin duda. La extensión en sí misma no tiene por qué traducirse automáticamente en una ventaja narrativa, pero si en teoría el lenguaje del cine es el mismo que el de las series (lo cual es sólo cierto en pocos casos prácticos, pues el lenguaje visual de las series tiende mucho más al conservadurisno), con el tiempo, lo narrativo podría acabar desplazándose del cine a la televisión, dejando un mayor espacio para la experimentación en la gran pantalla.

De momento no parece que esto vaya a ocurrir. Es posible que en términos de narración clásica (historias lineales, realización “sin costuras”) la televisión nos haya dado recientemente algunas obras apabullantes, como Los Soprano, Deadwood o The Wire, pero también es verdad que el cine norteamericano, lejos de abandonar los patrones clásicos de narración, ha dado en los últimos años algunos ejemplos modélicos (¿podría hablarse de “revival” de lo clásico?) como Pozos de Ambición y, en menor medida (espero los palos) Munich.

En definitiva, que como decía Lampedusa hablando de la revolución (o quizá era Burt Lancaster, no lo recuerdo) “las cosas cambian para que todo siga igual”. Por mucho que hablemos del boom de las series estadounidenses, aún están lejos de revitalizar las esperanzas en el lenguaje televisivo que a finales de los setenta y principios de los ochenta permitieron concebir series como Berlin Alexanderplatz, los aterradores dramas musicales de Dennis Potter, o los falsos documentales de Peter Watkins. En realidad, en la televisión estadounidense la innovación sigue proscrita. Aunque cada serie tenga su marca visual distintiva, lejos quedan los malabarismos de puesta en escena de Berlin Alexanderplatz. E incluso a nivel de guión, ¿qué serie utiliza métodos no convencionales de construcción de tramas? Algún título hay donde el principio causa-efecto no es el único que gobierna el desarrollo de los acontecimientos; John from Cincinnati, de David Milch, por ejemplo, pero ¿cuánto duran en la parrilla de programación? Una sola temporada de diez episodios, en este caso.



Surfistas que levitan, Rebecca de Mornay y un duelo de titanes entre el protagonista de Sensación de Vivir y el de Salvados por la Campana. Se lo aseguro: no encontrarán serie más marciana.

No quiero con esto disminuir el mérito de los títulos que he citado. La innovación es tan buena o tan mala como el clasicismo: todo depende de lo que se haga con ella. Tan solo he intentado hacer un esbozo de los límites de esto que se llama el boom de la televisión norteamericana. Límites, en mi opinión, solo superados por una serie, Perdidos, cuya novedad no reside en la historia que cuenta (construída en base a un tópico sobre otro), ni tampoco en su manera de contarla (a estas alturas poco de innovador tiene una estructura con saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo), sino por sus propósitos narrativos. La narración en Perdidos no tiene como objeto articular un significado, sino desestabilizar constantemente las expectativas de la audiencia, haciendo del espectador mismo un constructor de significados, al invitarle a hacer lecturas y relecturas de los acontecimientos que se narran, de modo que las últimas corrijan a las primeras según se van desechando pistas falsas y abrazando otras nuevas, y todo ello sin perder nunca un ápice de coherencia. Por desgracia, este es un camino que, de momento, ninguna otra serie se ha atrevido a tomar.

Pero tiempo al tiempo.



Jane Austen y los Zombis

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La novedad editorial que todos estábamos esperando...

Lo mejor de todo es que no es un montaje, se trata del texto completo de Orgullo y Prejuicio, con unos cuantos pasajes insertos aquí y allá para aderezar las veladas de té y pastas y los bailes de salón con un poco de sangre y vísceras.

Si según Harold Bloom, durante muchos años las escuelas de crítica feminista y colonial han reprochado a Mrs. Austen no hablar nunca en sus novelas de la fuente de ingresos de sus protagonistas (explotaciones con esclavos en ultramar, por lo que podemos suponer), estamos ahora por fin de enhorabuena: el proletariado haitiano invade la metrópoli para derramar la sangre del patrón británico.

Los textos adicionales son de Seth Grahame-Smith. A partir del 15 de abril, podrán adquirir su copia de Orgullo y Prejuicio y Zombisaquí.

Codex Seraphinianus

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En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges y Bioy Casares hacían un fantástico descubrimiento: una enciclopedia de un mundo desconocido llamado Tlön. En dicha enciclopedia encuentra Borges una amplia relación de las arquitecturas y de los diferentes tipos de barajas que se usan en Tlön, y también del “pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”. Desde que leí este cuento de Borges me gusta juguetear con una pequeña boutade: que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, es en realidad una versión mejorada de El señor de los anillos, obra que fue escrita de forma casi contemporánea al texto del argentino. En un cierto nivel de significado (pero sólo en uno), la propuesta de Tolkien es semejante a la de Borges: crear de la nada un mundo que nada tiene que ver con el que habitamos, y detallarlo con sus geografías, razas, creencias e incluso lenguas inventadas. Solo que Borges fue un poco más inteligente al perseguir este propósito: en lugar de crear una lengua como Tolkien, le bastó con darle nombre; en lugar de dibujar mapas, sugirió sus contornos; en lugar de poner en escena los conflictos que protagonizan los habitantes de su tierra, nos habló de sus diferencias ideológicas. El resto podemos imaginárnoslo. Así que, ¿para qué escribirlo? Borges invita al lector a crear un nuevo mundo, Tolkien se lo entrega ya hecho.

Aunque la parcela que la obra de Tolkien deja para cultivar la imaginación del lector siempre me ha parecido demasiado pequeña, hay que reconocerle al menos el mérito de haber intentado poner en práctica ese imposible proyecto tan solo tanteado por Borges: escribir una enciclopedia de un mundo inexistente, que en el caso del escritor sudafricano se materializó, en cierto modo, en El Silmarillion. Hasta ahora desconocía que hubiera habido otro intento en el mismo sentido. Hace un par de semanas descubrí que no sólo existe dicho intento, sino que además, se ajusta mucho mejor a la descripción y al espíritu de la hipotética enciclopedia de Tlön que cualquier otro libro que se haya escrito.

Estoy hablando del Codex Seraphinianus.





Supe de la existencia del Codex por el apasionante libro Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. En una de sus páginas mostraba una fotografía de una especie de códice renacentista. Me llamaron la atención sus ilustraciones, una secuencia de dibujos que explicaba el funcionamiento de un aparato que parecía diseñado para atrapar moscas. Aunque “explicar” es un decir, porque no quedaba claro si el objetivo del artefacto era matar al insecto o simplemente capturarlo. Además, ¿por qué recurrir a un mecanismo tan complicado si uno puede usar un matamoscas o una red con mango? De poco servía el texto adjunto a la hora de aclarar el sentido de las imágenes. Más que nada porque el alfabeto con el que estaba escrito era completamente ininteligible. ¿Árabe, quizá? No, aquellos caracteres no pertenecían a ningún lenguaje conocido. La pregunta era: ¿en qué remoto lugar y época se le ourrió a alguien producir un códice de tales características? ¿Qué sociedad puede haber tenido la necesidad de poseer un catálogo de objetos inútiles como ese? ¿Quién, dónde y cuando se escribió aquel Codex Seraphinianus?

El propio Manguel respondía a la pregunta. El autor del Codex Seraphinianus fue un italiano llamado Luigi Serafini, y lo “escribió” ¡en 1978!

Cuenta Manguel que en aquel año, mientras trabajaba como redactor para la editorial Franco Maria Ricci, llegó a sus oficinas un paquete con un manuscrito, o mejor dicho, un conjunto de hojas sueltas sin encuadernar. Algunas describían artefactos completamente absurdos, otras eran secciones de un bestiario ilustrado con pájaros sin cabeza, pájaros que sólo eran cabeza, o pájaros con varias cabezas. En unas pocas se representaban costumbres sociales como la de enterrar a los muertos en urnas de cristal, pero la mayoría de las páginas no eran más que enormes listas de objetos de tamaños, formas y colores diversos, sin un significado aparente.



Portada de la edición Franco Maria Ricci del Codex Serafinianus prologada por Calvino.

Pero que algo no tenga significado aparente, no quiere decir que no signifique. O al menos eso debió pensar el patrón de Manguel, Franco Maria Ricci, quien no dudó ni por un momento en publicar aquel manuscrito. Ricci era, por supuesto, (y lo sigue siendo) un hombre de una excentricidad tan manifiesta como la del autor del Codex. Ricci, nacido en el seno de una familia aristocrática de Parma, decidió que quería dedicarse a la edición de libros, al hojear, impresionado, un catálogo de tipos de Bodoni. Y no sólo se dedicó a la edición: montó una de las editoriales más exquisitas de Europa. Cada volumen producido por Ricci podía costar, en el momento de su publicación, aproximadamente la mitad del salario mínimo interprofesional italiano, y su catálogo reunía títulos tan dispares como La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, El congreso del mundo de Borges, una colección de cartas de tarot con textos de Italo Calvino o un volumen con las fotos “pedófilas” de Lewis Carroll. Con este historial a sus espaldas, no es de extrañar que Ricci diera luz verde a aquel extraño manuscrito.

Su remitente era ese tal Luigi Serafini que he mencionado: un arquitecto que, sin previa experiencia literaria y sin un currículo artístico demostrable, se había propuesto elaborar una enciclopedia imaginaria. “Cada página representaba un artículo completo de la enciclopedia”, dice Manguel, “y las anotaciones, en un disparatado alfabeto que también había inventado Serafini durante dos largos años en un pequeño apartamento de Roma, supuestamente explicaban esas complejas ilustraciones”. Eso es todo lo que Manguel y Ricci pudieron descubrir sobre el Codex Seraphinianus, y sigue siendo lo único que, hoy en día, sabemos.

Aunque no es un libro que podamos “leer”, es fácil identificar en el Codex dos partes bien diferenciadas. La primera está dedicada a la fauna y la flora de ese mundo imaginario, la segunda a su sociedad y a su historia. Hasta la fecha no se ha descubierto si detrás de las extrañas anotaciones de Serafini hay lenguaje alguno. Tampoco se sabe si son signos alfabéticos o silábicos, y aunque no parecen ideográficos, es posible que dichos signos ni siquiera sean fonéticos. Sin embargo, parece haber una cierta regularidad en la “lengua de Serafini”, lo cual descarta la posibilidad de una escritura completamente aleatoria. Cada capítulo del Codex tiene un título, que aunque indescifrable, se repite en cada sub-sección de dicho capítulo con terminaciones variables. Es más, en el lugar donde debería aparecer el número de página, se hallan impresos unos símbolos que, según un estudioso del Codex (el doctor Ivan Derzhanski), corresponden a un sistema de numeración en base 21 aunque con una notación irregular. En resumen, la escritura serafiniana podría estar basada, en una estructura lingüística legítima, igual que otras “lenguas artificiales” como el élfico de Tolkien o el Esperanto.



La clave revelada, Serafini con la piedra rossetta del Codex. Nada mejor que comparar el lenguaje serafiniano con otra lengua alienígena.

Sin embargo el propio Serafini no ha hecho mucho por aclarar este punto. En efecto, el autor del Codex sigue vivo, y no sólo eso: ni siquiera es uno de esos escritores reclusivos como Salinger o Pynchon que se niegan a hablan de su obra. Lo que es más, Luigi Serafini responde emails y concede entrevistas. Hace dos años, confesó a Francesco Manetto, un periodista de El País, con motivo de la reedición del Codex Serafinianus en una edición más barata (les aconsejo, como he hecho yo, adquirir esta edición en http://www.ibs.it/), que lo único descifrable en su obra es el sistema numérico. “Lo desarrollé conscientemente en función de no sé qué variable”, admitió Serafini. “Para mí tenía un sentido, pero después me olvidé de todo”.

La extroversión de Serafini es tan críptica como su obra. Da la sensación de que le gusta seguir la corriente del entrevistador y de su público. En un primer momento, Serafini acepta como váidas las hipótesis que sus lectores (periodistas o no) se forman de su libro. Por ejemplo, cuando Manetto le pidió que escribiera un comentario en italiano para algunas de sus imágenes, Serafini aceptó con gran amabilidad y entusiasmo. “Es algo que no he hecho nunca, y además me apetece. Creo que el resultado podría ser muy curioso”. Imagínense cómo se estaría frotando las manos el afortunado periodista, a la espera del email en que le sería revelada si no la clave, al menos unas pocas pistas del significado del Codex. Pero parece que Serafini, en sincronía con su juguetona enciclopedia, finge caminar contigo para luego evadirse con una buena broma. Esta fue la respuesta de Serafini al mail de Manetto:

“He intentado describir las imágenes del Codex que me ha enviado, pero, lamentablemente, ¡no he podido con ellas! De hecho, cada vez que intentaba escribir algo (en italiano, o al menos eso me parecía), me topaba en la pantalla del ordenador con unas palabras ininteligibles, llenas de consonantes y extraños signos de puntuación. Así que, al final, he tenido que desistir. Traducción imposible.”




Como en la vida real, en el Codex Seraphinianus, el lenguaje es la única barrera insalvable en la búsqueda de un significado. Si en algún momento pudiera llegar a traducirse, el Codex perdería irremediablemente su razón de ser, aunque en ocasiones, hojeándolo, uno tiene la impresión de que, efectivamente, tiene que haber una clave para descifrarlo. Voy a abrir el Codex por una página en la que aparentemente se describen diferentes formas de desplazarse a pie. Cada viñeta está ilustrada por un patrón de huellas diferentes y en la parte superior se describe con un diagrama la forma de desplazamiento en cuestión: a la derecha, una especie de paso de baile (útil, por lo visto, para esquivar la caída de cohetes); en el centro, saltos a pies juntillas; y a la izquierda, el acto de caminar. La posición de las huellas parece confirmar la interpretación que hemos hecho de los diagramas superiores, lo cual nos hace esperar que los textos a pie de ilustración estén también describiendo esas tres formas de desplazamiento. Si esto fuera así, no tendríamos más que buscar en el Codex otras ilustraciones pertenecientes a ese mismo campo semántico (pies, pisadas, desplazamiento) y comprobar si las palabras que las acompañan coinciden. Basándonos en las coincidencias, podríamos aventurar un significado.

Pero... Siempre hay un “pero” con el Codex Serafinianus. Volvamos a la viñeta de la izquierda. Si nos fijamos bien, veremos que hay una huella extraña en la ilustración. Está localizada en la mitad inferior y a la derecha, en una hilera de tres huellas en diagonal. Si se tratara de una persona que anda, o bien tiene tres piernas, o bien esa huella no debería aparecer a la derecha, sino a la izquierda de la anterior. Quizá los diagramas no nos estén enunciando los verbos “caminar”, “saltar”, “esquivar”; y si esto es así, ¿quién sabe lo que querrán decir los textos? Ni siquiera podemos estar seguros de que los textos sean una traducción de los diagramas.

Así es como funciona el Codex Serafinianus: cuando, tras examinarlo minuciosamente, creemos encontrar una respuesta, aparece entonces un pequeño detalle que invalida las hipótesis que nos hayamos podido formar. Siempre está ese detalle disidente que nos invita a la polisemia. Tipos de pies, instrucciones para desplazarse por diferentes tipos de terreno, o quizá se trate de la descripción de las reglas de algún deporte, ¿quién sabe lo que pueden significar las viñetas de arriba? Si pudiéramos traducir el lenguaje del Codex, sabríamos que su significado es uno de los tres que hemos mencionado (o quizá otro distinto, pero sólo uno, en cualquier caso). En ese caso, el Codex sería tan trivial como El señor de los anillos, porque ¿qué más me da a mí saber lo que es un elfo, si los elfos no tienen nada que ver con mi vida real?

Sin embargo, el Codex, tal y como es, intraducible y, por tanto, manteniendo constantemente con sus tácticas esquivas (tan esquivas como la actitud de Serafini con los periodistas) la posibilidad de que algo pueda significar más de una cosa, sí tiene mucho que ver con mi vida, porque me dice muchas cosas sobre el poder de nuestra imaginación. Y es que, si Serafini no quiere desvelar la clave es porque de este modo nos está diciendo: “eres tú lector quien debe crear esa clave, eres tú quien debe decidirse por un significado u otro, o bien aceptarlos todos, o quizá ninguno de ellos. Eres tú, lector, quien debe crear este mundo con ayuda de tu propia imaginación”.

Bendita sea la polisemia porque en ella reside la magia de la literatura. Y si hay que tener fe en este credo, habrá entonces que admitir que pocos libros hay con tanta magia como el Codex Serafinianus.

Es el sueño de Borges y Bioy Casares hecho realidad.






Más sobre Luigi Serafini.

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Una página de la Pulcinellopedia Picolla, de Luigi Serafini.

Con la intención de ir convirtiéndoles poco a poco, queridos lectores, en fanáticos de este misterioso artista italiano, Luigi Serafini, y en la esperanza de animarles a formar una secta de admiradores secretos, insisto de nuevo en el tema que nos ocupaba la semana pasada.

En el muy interesante blog de Jordan Hudler, Chance Press, he encontrado unas declaraciones (no muy recientes) de Serafini al respecto de su Codex. Estas declaraciones datan de 1993 (es decir, más de una década antes que las que citábamos en nuestra última entrada) y figuran en el libro New Italian Design, editado por Nally Bellati. Traduzco:

Sobre el Codex:

“Yo diría que es como un sueño puesto en palabras”, explica con una sonrisa caprichosa, “una imagen de algo que ha sufrido una deformación y que, sin embargo, resulta reconocible. La escritura en sí misma tiene un vago aire al árabe, aunque es por entero fruto de mi imaginación. Lo extraño es que, en cierto modo, parece realista, inteligible. De hecho, hay quienes la han estudiado detalladamente y han encontrado que existen ciertas formas y ciertos signos recurrentes que dan la impresión de palabras reales y de un cierto tipo de sintaxis”.


Sobre su trabajo en general:

“Mi trabajo deriva realmente de una especie de visión que, en el momento y en el lugar en que la tengo, me parece totalmente autónoma. Es sólo luego que me doy cuenta de que esa visión fue producida por ciertos recuerdos. En ocasiones, esas imágenes también pueden actuar como antenas para captar algo que está en el aire. Cuando esto ocurre son como visiones de cosas por venir”.


Sobre su viaje a Estados Unidos en los 70:

“Al principio la experiencia me dejó impresionado. Saltar del siglo diecisiete al año 2000 fue demasiado para mí. No conocía a nadie allí, así que empecé a viajar, casi obsesivamente, por todo el país. Cuando volví a Roma no podía quedarme quieto. Partí de nuevo, esta vez hacia Oriente Medio, y llegué a Babilonia. Luego, al África ecuatorial donde me tomaron por un espía y me encarcelaron durante varios días. Todas estas experiencias tenían que filtrarse en mi trabajo más tarde o más temprano.”


Sobre sus “actuales proyectos” (hacia 1990):

“Tengo que confesar que, hoy en día, no estoy muy contento con mi forma de repartir el tiempo entre mis diversas actividades. Suelen hacerme encargos y me siento incapaz de decir que no. Así que con frecuencia me veo envuelto en ciertos proyectos sin mucho entusiasmo. Espero ser capaz de organizarme mejor en el futuro. Supongo que podría decir que estos son mis años de madurez. Siento una cierta plenitud, como cuando a media tarde todos los colores parecen particularmente intensos y la naturaleza exhibe una riqueza que sólo es visible antes de la primera brisa del crepúsculo.”


Y esto es todo, amigos.

Encontraréis más información sobre la obra de Luigi Serafini en la página de Jordan Hudler; seguid este link para leer todo lo que ha escrito al respecto:

http://chancepress.wordpress.com/category/artists-authors/luigi-serafini/


Y en este otro link del flickr encontraréis unas cuantas fotos del único libro que ha publicado Serafini aparte del Codex, la Pulcinellopedia Picolla:

http://flickr.com/photos/10802019@N05/sets/72157602154198351/










Bibliografía de Luigi Serafini

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...y seguimos con Serafini, aprovechando para publicar su bibliografía (creemos que completa, aunque nunca se sabe) con datos aportados por Jorge de Barnola.


Como autor completo (texto e ilustraciones):

Serafini, Luigi (1981), CODEX SERAPHINIANUS. Milán: Franco Maria Ricci.

Hay muchas más ediciones disponibles del Codex:

  • La estadounidense de Abbeville (1983), cuyos precios rondan entre los 350 y los 1000 euros. En realidad esta edición no tiene ninguna característica que justifique tan altos precios. Al mismo precio se puede adquirir la reedición del 93 de Rizzoli, que al menos, incluye el famoso (y raro) prólogo de Italo Calvino.

  • La edición “barata” de Rizzoli (2006), a 71 euros en Internet Bookshop Italia. Es la más reciente y también la más económica. Viene acompañada de un folleto titulado “Decodex”, que incluye varios artículos en italiano, francés e inglés sobre el Codex.

  • La reedición menos "barata" de Franco Maria Ricci (1993), por unos 400 euros.

  • La primera edición (en dos volúmenes) de Franco Maria Ricci (1981), por unos 2700 euros, aunque según la librería puede alcanzar más de 4000 euros.




Serafini, Luigi y Cetrulo, P. (1984), PULCINELLOPEDIA PICCOLA. Milán: Longanesi.

Pese a lo que parece, la Pulcinellopedia Piccola no ha sido escrita en colaboración. La palabra italiana “cetrulo” significa “calabacín”. Según la historia popular, Polinchinela (su equivalente inglés es Mr. Punch), es hijo de Giancocozza Calabacín (Cetrulo) y la señora Pato (Pampera) Trentova. Así que, efectivamente, el apellido de Pulcinella es Cetrulo.

La Pulcinellopedia Piccola no se ha reditado, por lo que es un libro extremadamente raro; por suerte, este es un hecho desconocido por algunos libreros y, si hemos de creer lo que nos cuenta Mr. H en su Giornale Nuovo es posible (o lo fue en algún tiempo) encontrar ejemplares baratos a precios cercanos al de portada (19 euros) cuando el librero en cuestión no sabe lo que tiene en la mano. El caso más habitual es que lo sepa, y que lo ofrezca por precios cercanos a los 1000 euros.




Como ilustrador:

Kafka, Franz (1982), NELLA COLONIA PENALE [En la colonia penitenciaria]. Génova: Il Melangolo. (6 páginas ilustradas)

No hay ejemplares disponibles.




Sebregondi, Maria (1988), ETIMOLOGIARIO. Milán: Longanesi. (17 ilustraciones)

Ejemplares por menos de 10 euros. Cuidado, existe una reedición de 2003; desconozco si esta lleva también las ilustraciones de Serafini. Podéis echarle un vistazo a las ilustraciones digitalizadas aquí.



Ende, Michael (1990), LA NOTTE DEI DESIDERI [El ponche de los deseos]. Florencia: Salani. [Traducción de Elisabetta Dell'Anna Ciancia e Rosella Carpinella Guarneri] (número de ilustraciones: desconocido)

Ejemplares por 14 euros.


Catálogos de exposiciones de Serafini:

Serafini, Luigi (2007), LUNA-PAC SERAFINI. UNA MOSTRA ONTOLOGICA. CATALOGO DELLA MOSTRA. Federico Motta: Milan. (222 páginas)

Ejemplares a 44 euros.


Serafini, Luigi; Mendini, Alessandro; Munari, Bruno y otros (1991), PROGETTI E OGGETI. Roma: Artivisive.

No hay ejemplares disponibles.


Libros sobre Serafini:

Bellati, Nally (1993), NEW ITALIAN DESIGN. Londres: Random House.

Este libro contiene artículos y entrevistas a unos 50 diseñadores italianos, entre ellos Serafini. (El texto correspondiente a su entrevista está en nuestra última entrada, traducido al español). Disponibl en Amazon por unos 25 dólares.








El arquitecto pornógrafo, Jean-Jacques Lequeu.

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De nuevo, le tengo que echar las culpas a Alberto Manguel por motivar, una vez más, una entrada de este blog. Y, de nuevo también, porque está dedicada a un ilustrador. En esta ocasión, su nombre es Jean-Jacques Lequeu, y me topé con una de sus imágenes (la de arriba) en uno de esos excelentes libros que Manguel escribe sobre cualquier tema que se le pasa por la cabeza. Leer imágenes, para más señas.

La imagen de Lequeu lleva por título Y nosotras también seremos madres porque... Y la propia retratada completa la frase con un gesto que da la respuesta. Al parecer, Lequeu grabó este aguafuerte llamando a la emancipación de las monjas, durante ese periodo, llamado la Revolución Francesa, en que se descubrió en el erotismo una cierta utilidad social, suponemos que anti-aristocrática, siempre y cuando, claro está, no se transpasaran los límites marcados por la burguesía (pobre, pobre Marqués de Sade). Lo podríamos resumir del siguiente modo. Usar el erotismo para atacar la iconografía cristiana es cosa buena; pero ¡ay del que se atreva a usarlo contra los valores burgueses! Lequeu da la impresión de atenerse a esa regla al violar en su grabado el seno nutricio de la Virgen María. Y aun así, aunque sólo parece tener una lectura anti-clerical, hay algo de inquietante en esa arrogancia con que un pezón asoma por encima del corsé, sin atreverse a salir del todo y acompañado por el impertérrito rostro de su dueña.

Efectivamente, hay algo en la obra de Lequeu que está muy lejos de ese espíritu de utilidad social que buscaba la Revolución. De hecho, creo que está basada justo en lo contrario de la utilidad; esto es, lo caprichoso, lo que como ese pezón se desvía del orden dado. En definitiva, la perversión.

Lo cual es curioso, porque Lequeu era arquitecto y, además, neoclásico; ya saben, pureza de líneas, respeto a las proporciones, etc. Pero Lequeu, como Serafini, era un arquitecto muy peculiar. Junto con Etienne-Louis Boullee y Claude-Nicholas Ledoux idearon la llamada “arquitectura parlante”, basándose en el principio de que todos los edificios deben, de una manera u otra, anunciar con su aspecto el uso al que están destinados. Lo que ocurría con Lequeu es que dicho uso era, la mayoría de las veces, totalmente descabellado.

Arquitectura pornográfica” es el único término que me viene a la cabeza para definir la obra de Jean-Jacques Lequeu. Y si no, comparen este dibujo anatómico (uno de los muchos genitales de aséptica objetividad que le gustaba pintar en sus ratos libres) con los proyectos arquitectónicos que figuran debajo.




Huelga decir que de las decenas de edificios que Lequeu diseñó, sólo dos llegaron a ser construidos. Están en Rouen, su ciudad natal, y son conocidos por el apropiado nombre de las “folies” de Lequeu.

Los que quedaron en el aire, o mejor dicho, en el papel, pueden encontrarse en el catálogo digital de la Biblioteca Nacional Francesa

y hay algo en ellos que me resulta tan inquietante como el pezón del grabado. Lo que me inquieta son precisamente esos pequeños desvíos nacidos de su imaginación calenturienta. Pero no tanto la forma uterina de esa cúpula, o el que un palacete tenga forma de pene y elefante a la vez, o que un pezón sobresalga del corsé de una monja. Lo que me inquieta es que, a pesar de todo esto, la cúpula siga respondiendo a los ideales armoniosos del neoclasicismo y que la expresión de la monja sea tan equilibrada y simétrica que no deja traslucir el menor ápice de erotismo.

Y es que la perversión, el capricho o lo gratuíto son más gratuítos, caprichosos y pervertidos cuando se dan en el interior de un conjunto perfectamente ordenado y armonioso, porque se convierten en signos inequívocos de la inutilidad de dicho conjunto. Es decir, signos inequívocos del arte.


Una crítica de El Espejo del Amor.

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No es costumbre de este blog recurrir al, ejem, autobombo, pero dado que nuestra línea editorial ha sufrido recientemente una mutación para dedicar estas páginas exclusivamente al arte de la ilustración, el dr. Malarrama considera apropiado que postee la siguiente crítica de El Espejo del Amor que salió el viernes pasado en el diario Sur de Málaga. Su autor es el gran rabbi Mario Virgilio Montañez, quien me informa de que no es el responsable de la inclusión de la foto central de la jamona.

El conde Libri.

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Desde hace un tiempo queríamos dedicarle una entrada a este entrañable personaje, el conde Libri, patrón de los bibliocleptómanos. Sin embargo, hace unas semanas encontramos un escrito inédito en castellano que relata de manera pormenorizada la apasionante vida de este señor, que en su momento se ganó el título del Mayor Ladrón de Libros de la Historia.



El autor del texto es Arthur Sackville-Marchmain, fundador de la editorial británica Lux Mundi. De entre los textos escritos sobre el infame affaire Libri por sus contemporáneos, es este el más largo que se conserva, y puesto que no ha sido reeditado desde 1938 nos hemos tomado la libertad de traducirlo para el público castellano-parlante. Dada su extensión pueden descargárselo también en pdf vía rapidshare. Helo aquí en su versión blog:





EL CONDE LIBRI.

Arthur Sackville-Marchmain.

(Traducción: Roberto Bartual)


A A.J.A. Symonds.

1.


Desde siempre me han gustado los libros. Gruesos, delgados, impresos en cuarto o en octavo, encuadernados en cuero o en rústica... Independientemente de su formato o contenido, todos me gustan mientras se cumpla una condición: que sean hermosos. La belleza de los libros, como la del ser humano, no apela a un solo sentido: la piel de la cubierta seduce al tacto, el olor de sus páginas puede devolvernos el recuerdo de tiempos pasados. Sin embargo, igual que un rostro hermoso, los libros entran en primer lugar por los ojos, y es debido a eso, que me apasiona la literatura ilustrada.

De adolescente coleccionaba libros con grabados, pero luego, en la universidad, descubrí los manuscritos y fue entonces cuando supe que quería ser editor. No hay dos manuscritos que alberguen en su interior la misma ilustración, lo cual siempre me ha fascinado, además del hecho de que, cada una de ellas, significara para su autor un paso más en el camino hacia la ceguera, sus ojos torturados noche tras noche por la luz del candil.

Los manuscritos tienen ese aura de objeto único a la que llamamos arte, pero también poseen un aura humana: la solemnidad de su caligrafía nos habla de la persona que los escribió, y por banal que sea el texto, la personalidad del copista se manifiesta en la forma de sus letras, como si las palabras, signifiquen lo que signifiquen, tuvieran por sí mismas la habilidad para pensar en blanco y negro. Sostener un manuscrito es algo más que tener un trozo de historia entre las manos, es como sostener el corazón latente de un ser humano desaparecido hace mucho tiempo.

Me incluyo entre esas personas que son capaces de amar un libro con tanta o más pasión que a un ser humano, hasta el punto de que el afecto que siento por ellos ha reemplazado, en ciertas ocasiones, mi inclinación por el sexo opuesto. Pero, afortunadamente, mi afición no ha resultado ser exagerada en exceso, pues no faltan quienes se han sepultado en vida entre estanterías para no separarse de sus compañeros de papel, y otros que han llegado incluso a matarse al no poder conseguir aquel volumen que tanto deseaban. Parecen casos extremos y ciertamente lo son; pero hay uno de ellos que los supera a todos, el caso de un hombre que destacó por su singularidad y por su afán de llegar más lejos que nadie en pos de los libros. Tan lejos que estuvo dispuesto a renunciar a la única cosa más valiosa que la vida. El honor.

Me estoy refiriendo, por supuesto, al conde Libri.

La historia está llena de nombres inverosímiles que al ser adquiridos por vía sanguínea o por cualquier otro método, deciden por sus dueños si no su destino, al menos sí su vocación. Ése fue el caso de Guglielmo Libri, cuyo único retrato, un daguerrotipo tomado a mediados del siglo XIX, nos presenta a este personaje con la mano izquierda inmovilizada sobre un libro. Sus dedos lo custodian con el mismo celo que un cuervo emplearía en defender una pieza brillante de bisutería; sus ojos, siempre alerta, miran en dirección a un posible intruso como advirtiéndole: “no des un paso más”. Acaso con tan estudiada pose deseó el conde que la posteridad supiera que estuvo dispuesto a todo por esos objetos tan íntimamente inscritos en su ser.

Su vida fue prueba de ello.

Lo supe por su sonrisa cuando lo conocí en París solía contar Frederic Madden cuando el nombre de Libri se puso en boca de toda Europa—. Me recibió de mala gana en la biblioteca de su apartamento. Era muy hosco con la gente que le hacía perder el tiempo, pero en cuanto me presenté como el Conservador Jefe del Departamento de Manuscritos del Museo Británico, ¡ah!, entonces se le iluminó la cara con una sonrisa de niño travieso.

Ése era el momento en que Madden solía captar la atención de sus invitados. Lo sé porque con el tiempo llegué a escucharle muchas veces esta misma historia. A los que ya la conocíamos, se nos escapaban unas risitas al llegar a esta parte; en cuanto al resto, bastaba que se hubiera mencionado el nombre de Libri para que girasen las cabezas con curiosidad.

Por su aspecto se diría que no conocía ni el agua ni el jabón proseguía Madden—. O, para el caso, los peines... Su cabeza parecía una piedra plana y el poco pelo que tenía lo llevaba revuelto, como si hubiera pasado todo el día enfrascado en sus libros. Aquella biblioteca no tendría más de cinco metros de ancho, pero los manuscritos de las estanterías llegaban hasta el techo. Ardía el fuego en la chimenea, y el calor, unido al olor a papel viejo, hacían que el ambiente fuera irrespirable. Libri percibió mi incomodidad, se disculpó y abrió una de las ventanas de doble marco que había entre las estanterías. Entonces me fijé en una cosa: Libri llevaba tapados los oídos con algodón, como para no sentir el aire fresco...

Redondeaba su descripción con dos o tres pinceladas más para completar el retrato entre gris y fósil que deseaba transmitir a su audiencia. Una vez terminado, abordaba sin más preámbulos el quid de la cuestión:

Como estaba diciendo continuaba Madden, al verle sonreír, sospeché que quería algo de mí. Natural, pues en cuanto supo cuál era mi actividad profesional, vio en seguida la oportunidad de hacer un buen dinero, así que extrajo de un anaquel varios códices para mostrármelos. Ninguno de ellos era demasiado digno de atención, como tampoco el antífono que me enseñó después. Era un libro enorme y estaba colocado sobre un atril, pues su altura era incluso superior a la del propio conde. ¡Dios sabe cómo consiguió hacerse con él! Pero no negaré que era un hombre astuto, pues reservó el plato fuerte para el final: un Pentateuco del siglo VII, exquisitamente miniado. Estuve hojeándolo durante un buen rato y si lo que intentaba era despertar mi interés, desde luego que lo consiguió. Más de lo que él mismo hubiera deseado.

Puesto que a fuerza de tanto repetirla, Madden tenía su historia muy bien ensayada, aprovechaba este punto para hacer una pausa dramática, reforzándola siempre con una larga calada a su cigarro puro.

Cuando acabé de examinar el libro, lo cerré y le miré a los ojos. Por su expresión resultaba evidente que estaba esperando que le hiciese una oferta, pero en lugar de darle una cifra, le dije lo siguiente: “Estoy francamente asombrado, señor Libri”, no le pasó desapercibido que, de repente, le hubiera rebajado el título, “francamente asombrado, pues, ¿sabe usted?, no hace más de dos meses vi este mismo manuscrito en la biblioteca de Tours”. Justo entonces empezó a bajarle una gota de sudor por la frente. El conde Libri me miró con nerviosismo, me arrebató el libro de las manos y contestó: “Oh, pero ¿cómo no se dio cuenta, querido Madden? Lo que usted vio en Tours no era más que una copia. Éste que tengo aquí es el original”.

En ese momento la audiencia solía prorrumpir en carcajadas.

Perdóneme, pero no lo entiendo le dije a Madden la primera vez que fui invitado a su drawing room—, ¿por qué se ríen?

¿No ha oído hablar nunca del conde Libri? me preguntó Madden extrañado.

—Es la primera noticia que tengo de él. Se trata de un seudónimo, ¿verdad?

En absoluto, era su nombre real. Guglielmo Libri Carucci dalla Sommaja. Y lo más irónico de todo es que el conde Libri fue, precisamente, el mayor ladrón de libros que haya dado la historia.

«Durante ocho años aprovechó su puesto de inspector general de las bibliotecas de Francia para saquear los fondos que tenía a su cargo, no sólo por el mero afan de poseer libros bellos, sino también para venderlos. Pensó que precisamente por ser el inspector nadie se daría cuenta de ello. Se hizo fabulosamente rico. Hasta que topó conmigo, tomándome por otro incauto. Denuncié su robo del Pentateuco de Tours, y ahí acabó su carrera. En su tiempo fue un escándalo célebre y se habló mucho de ello en Londres, ya que el conde Libri y su esposa huyeron de la justicia francesa, refugiándose en nuestra ciudad. Es posible que usted no lo recuerde por ser tan joven...»

Estoy empezando a introducirme en los círculos literarios y, sí, soy un poco nuevo en todo esto.

¿A qué se dedica usted, si me permite la pregunta? —dijo Madden.

—Soy editor.

Madden asintió y emitió un murmullo de aprobación. Me rodeó los hombros con su brazo y me llevó a un rincón de la sala, donde nos sentamos en un par de butacas, alejados del resto de los invitados. Por aquel entonces estaba dando mis primeros pasos en el negocio de los libros, y le conté que recientemente había heredado una suma de dinero en ningún modo desdeñable que me había permitido fundar una casa editorial. Carecía, sin embargo, de los contactos suficientes para formar un buen catálogo de autores y por esa razón había empezado a frecuentar los cenáculos literarios. Su anécdota sobre el conde Libri había atrapado mi atención, ya que uno de mis deseos era publicar textos medievales inéditos.

—Ha dado entonces con el hombre adecuado. Ésa es precisamente mi especialidad.

—Lo he deducido de su rapidez al identificar el libro robado que le enseñó el conde Libri —dije—. Me gustaría que me contase algo más sobre este personaje.

—Por supuesto —respondió Madden—. Además, quizá pueda extraer de esta historia una moraleja muy útil. El mundo literario está lleno de personas que no son de fiar, hombres dispuestos a aprovecharse del dinero de gente como usted para hacer nombre y fortuna.

—¿Se refiere al conde Libri? —pregunté.

—Exacto.

—Por favor, cuénteme.

—Bueno, se sabe que nació en Florencia y que su familia pertenecía a la aristocracia, según dicen, aunque nadie sabe si su título de conde era legítimo, o si lo inventó más tarde para darse un aire pintoresco en el extranjero. Le admitieron en la Universidad de Pisa habiendo cumplido apenas trece años, y poco antes de licenciarse, a los diecisiete, publicó un artículo sobre la Teoría de Números que le granjeó la admiración del gran Friedrich Gauss.

»Aunque pueda parecer extraño, esa era la especialidad de Libri: las matemáticas. E incluso llegó a ejercer como profesor con un puesto vitalicio que le ofreció la universidad pocos años después de acabar sus estudios. Sin embargo, Libri era dado a las decisiones impulsivas, como más adelante probaría su infame carrera, y en cuanto el curso académico tocó a su fin, abandonó su puesto sin pensárselo dos veces. Esta decisión, que para otros hubiera sido un paso en falso, fue mucho más meditada de lo que en un principio pudiera parecer, pues Libri sabía que, dada su reputación, no se atreverían a retirarle ni la cátedra ni el sueldo. Y así fue. Aunque Libri no volvió a pisar un aula italiana, jamás dejó de cobrar sus honorarios como profesor.»

El conde Libri siempre tuvo una vida fácil dijo Madden, haciendo una pausa—, lo cual explica en buena medida lo que ocurrió después...

«En 1830 tuvo que irse de Italia con el rabo entre las piernas. Su gusto por lo excéntrico le había llevado a enredarse con los carbonarios en una conjura para obligar al Gran Duque de la Toscana a firmar una constitución liberal. Por supuesto, fueron descubiertos, y Libri huyó a Francia donde había hecho bastantes amigos dentro de la comunidad científica parisina, como Laplace, Ampère o Arago, quienes no dudaron en proporcionarle refugio. Este último incluso llegó a concederle una modesta asignación mensual, conmovido por la penuria económica que estaba pasando.

»Si Libri tenía un talento era el de convencer a sus amigos de que sus recursos económicos eran menores de lo que parecían y su intelecto mayor de lo que en realidad era. Por tanto, provocaba en ellos una mezcla de compasión y admiración que, a la larga, acabó convirtiéndose en la razón de su éxito social. El conde Libri destacaba en las soirées parisinas como una luciérnaga entre un grupo de grillos. Cuando ya tenía a todo el mundo fascinado con su charla ingeniosa y sus anécdotas sobre su pasado revolucionario, fingía ir a recoger la capa para retirarse a casa. Pero al llegar a la butaca donde la había dejado, de repente se acordaba de que bajo la capa se hallaba un manuscrito que había traído consigo. Inventaba cualquier excusa, como por ejemplo, que algún anticuario se había interesado por el libro esa misma tarde y que no le había dado tiempo a volver a casa para dejarlo después de enseñárselo. De este modo, Libri aprovechaba aquella feliz casualidad para entretener durante un rato más a los invitados, exhibiendo su manuscrito y consiguiendo así que guardasen de él un recuerdo más que grato, indeleble.

Pero, ¡ay, amigo! Si a mí no me engañó con ese truco, tuvo que haber otros que también sospecharan de él continuó Madden, haciendo gala de una modestia poco habitual en él.

«Con el tiempo, algunos de sus nuevos amigos dejaron de serlo. Arago, que había proporcionado a Libri un puesto de profesor asistente en la Sorbona, se distanció de él por razones desconocidas, y en poco tiempo se convirtió en su más acérrimo enemigo. Lo mismo ocurrió con otros colegas suyos, como por ejemplo el profesor Joseph Liouville, quien empezó a cuestionar públicamente el talento de Libri para las matemáticas, hasta el punto de que, en una sesión de la Académie des Sciences, le calificó de “farsante” por atribuir a Leonardo da Vinci la invención de los signos + y -.

»Quizá una acusación como ésta le pueda parecer trivial, y en otro contexto lo hubiera sido sin duda, pero hemos de considerar que, a estas alturas, casi todos los colegas universitarios de Libri estaban dispuestos a aprovechar cualquier excusa para deshacerse de él, pues no podían soportar más su afán de protagonismo, su arrogancia intelectual y, por encima de cualquier otra cosa, su inveterada inclinación a proclamar la superioridad de todo aquello que viniera de Italia.

»No nos olvidemos de que, al fin y al cabo, los “amigos” de Libri eran franceses, y no hay nada más francés que el chauvinismo.

»Y, sin embargo, todavía había quienes seguían abriendo sus puertas al conde Libri, incluso aunque llegara pidiendo trabajo o dinero, como era costumbre en él. François Guizot fue una de esas personas y de no haber sido por él... Bueno, de no haber sido por él, Libri quizá hubiera seguido siendo el mismo farsante desaliñado, pero al menos no hubiera sido víctima de la degradación moral en que cayó después.

»Desde 1840, Guizot actuaba como jefe de facto del gobierno francés, a la sombra del primer ministro del rey Luis Felipe. Hasta esferas tan altas llegaba el poder de fascinación que ejercía el conde Libri; es más, Guizot había sido testigo en su boda y cuando Libri empezó a caer profesionalmente en desgracia, fue él quien, en pago de aquel honor, lo rescató dándole un cargo público. El conde Libri había intentado sin éxito en dos ocasiones que le concedieran un puesto en la Biblioteca Real, aprovechando su creciente fama como coleccionista de manuscritos y connoisseur literario. Cuando Guizot accedió al poder, propuso la creación de una comisión para supervisar el catálogo de todos los manuscritos de las bibliotecas públicas francesas, y por supuesto, pensó en Libri para liderar dicha comisión. Éste no se lo pensó dos veces y aceptó el cargo de inspector general de bibliotecas.

»Fue entonces cuando el conde Libri empezó a robar.»

En cierto modo lo comprendo dijo Madden cruzando las piernas y apoyando la mano en el mentón con un gesto que, aun queriendo ser reflexivo, dejaba traslucir una cierta condescendencia—. Sólo si se ha trabajado en una biblioteca, como yo, puede uno entender lo que debió sentir Libri al verse, de la noche a la mañana, rodeado de tan hermosos volúmenes en Tours, Montpellier, Grenoble... allá donde quiera que fuese. Se lo digo por experiencia: hay que tener mucha sangre fría para resistirse a la tentación. En realidad, la culpa fue de Guizot por elegir a un italiano para ese trabajo. Fue como coger a un niño andrajoso y hambriento, y dejarlo solo dentro de una pastelería.

«Y, sin embargo, uno no puede robar libros a carrillos llenos, cogiendo lo primero que se le ponga a mano. Robar libros exige conocimientos muy especializados. Primero, es necesario saber distinguir los manuscritos que tienen valor de los que no lo tienen. Los códices son difíciles de transportar y más aún de esconder, por lo que no vale la pena arriesgarse por minucias. En segundo lugar, para poder encontrar con rapidez lo que uno busca, es muy importante conocer bien los sistemas de catalogación. Ésa era la especialidad del conde Libri y en ella se amparó para actuar con impunidad.

»Verá, los catálogos de antes no eran como los de ahora. Hace unos años impuse en el Museo Británico un ingenioso sistema de clasificación por fichas que permite tener siempre ordenado el catálogo sin que este orden se vea alterado por las nuevas adquisiciones. Pero en los tiempos de Libri, el catálogo era un simple libro.Según iban incorporándose nuevos fondos a la biblioteca, se anotaban los títulos en hojas sueltas por orden de adquisición. Nunca era posible tener un orden alfabético completo, pues cada título sólo pasaba a ocupar su lugar correcto en el catálogo cuando, cada cierto tiempo, se pasaban a limpio las hojas donde estaban anotadas las entradas. Por eso, la mayoría de las veces, localizar un libro dependía en buena medida de la memoria del bibliotecario. Si éste se olvidaba de la existencia de algún libro, buscarlo dentro del catálogo era tan difícil como hacerlo estantería por estantería.

»Libri se aprovechaba de esto para distraer manuscritos que, luego, nunca eran echados en falta. Cuando iba a “inspeccionar” una biblioteca, llevaba siempre consigo una capa de obsequioso vuelo con el interior forrado en piel para que no se notaran las formas del libro cuando lo deslizaba bajo el brazo. En otras ocasiones, cuando las circunstancias no se lo permitían, o cuando no le apetecía cargar con un libro entero, llegaba incluso a arrancar páginas de los códices. A Libri le bastaba con presentar al bibliotecario el documento que lo acreditaba como monsieur l'inspecteur général para que le dejaran trabajar a su antojo incluso de noche. Sólo la biblioteca de Auxerre se le resistió. Al bibliotecario debió parecerle sospechoso que Libri quisiera hacer su trabajo de noche, así que, muy amablemente, insistió en que un guardia permaneciera siempre a su lado para atender todas las necesidades de monsieur.

»A pesar de pequeños inconvenientes como ése, Libri fue ampliando poco a poco su propia biblioteca como una hormiga laboriosa, y a la vez que se nutría de nuevos ejemplares, iba aumentando su reputación. En cuestión de unos años empezó a ser reconocido como el bibliófilo más importante de toda Europa. Y habría seguido siéndolo si la avaricia no le hubiera hecho caer en el descuido. Al conde Libri no le bastaba con atesorar sus manuscritos en privado; como ya le he dicho, le encantaba enseñarlos en público. Pero no sólo eso, además se iba reservando los ejemplares más valiosos para destinarlos a la venta. La imprudencia de Libri llegó a ser tal, que incluso se atrevió a preparar cuidadísimos catálogos de los libros que vendía, especificando todas y cada una de sus características.

»El resto es historia. Ya le he contado cómo descubrí el juego de Libri aquella tarde de 1846 en la biblioteca de su casa de París. Aunque fue acusado informalmente, Libri siguió robando y vendiendo los frutos de sus cosechas con total impunidad, acaso sintiéndose protegido por su amigo Guizot. Pero cuando en 1848 se proclamó la Segunda República, la monarquía de Luis Felipe de Orléans se vino abajo y con ella, su gobierno. Guizot fue relevado de su cargo y en un cajón de su escritorio encontraron oculto el expediente delictivo del conde Libri. Alguien debió avisar a Libri de ello, y al día siguiente huyó con su esposa rumbo a Londres. Pero ¿cree que lo hicieron con las manos vacías? Nada de eso, los Libri llevaban consigo dieciséis cajones llenos de libros, valorados en veinticincomil francos.»

Esto me lleva a pensar que quizá no fuera el dinero el único móvil de Libri. Al fin y al cabo, veinticincomil francos no es una cantidad tan grande dijo Madden con una sarcástica mueca. Tan sólo lo que gana un obrero francés en diecisiete años de trabajo, y eso si trabaja los siete días de la semana... Así que me gustaría romper una lanza en su favor creyendo que se dejó coger no tanto por la avaricia, sino porque en el fondo tenía un alma profundamente artística. Sí, sí: artística. ¿Porque qué es lo que desea un artista? La admiración del público; la fama, si quiere llamarlo así, pero una fama espiritual que se deriva de que el mundo reconozca que él, y sólo él, es el mejor en lo que hace. Es posible que después de haber oído todo lo que le he contado sobre el conde Libri, le juzgue usted con demasiada dureza; sin embargo, yo, que por mi profesión también tengo algo de artista, aunque lejos de justificarlo, comprendo los motivos de Libri bien en el fondo. Puede que el arte al que había decidido aplicarse, el latrocinio, fuera el más bajo de todos; pero, sin duda, era un arte para él. Quizá el único para el que tenía talento. Debió resultarle muy duro mantener en silencio sus obras maestras del disimulo. Sus mejores amigos eran bibliófilos como él, y el robo de libros tenía que ser, por fuerza, un tema recurrente de conversación. Imagínese cuál sería su sufrimiento al escuchar a sus amigos elogiar a Melchior Goldast, cuyo método favorito era guardarse hojas de manuscritos en el bolsillo del pantalón; o al pater Koriander, que siempre llevaba consigo un enorme libro hueco para esconder dentro los incunables que robaba. ¿Cómo no ponerse nervioso al oír tales panegíricos de sus ilustres predecesores? ¿Cómo resistir la tentación de contarle a sus amigos: “yo hice más y lo hice mejor”? Por eso necesitaba exhibirse. Por eso necesitaba presumir con sus catálogos de libros robados. Por eso necesitaba que lo descubrieran. Por eso cometió conmigo aquel descuido fatal. Para que todo el mundo supiera que, aunque nunca había sido un buen profesor ni tampoco un buen matemático, y ni siquiera una buena persona, al menos había logrado convertirse en el mejor ladrón de libros de todos los tiempos.



2.



Ésa era la historia del conde Libri tal y como me la contó Frederic Madden.

Como amante de los libros, igual que Madden, me resultaba fácil entender que Guglielmo Libri se hubiera dejado llevar por la fascinación que sentía por ellos. Después de todo, la belleza es el motivo que más crímenes ha justificado a lo largo de la historia; debido a lo cual, si se hubiera limitado a robar todos aquellos manuscritos, no me habría resultado muy difícil concebir una cierta simpatía por él. Lo que no podía entender era que se hubiese atrevido a vender la mayoría de ellos. Un crimen por motivos estéticos me resultaba razonable, pero no uno cometido por algo tan banal como el dinero.

Pero por aquel entonces yo era joven e idealista, y pensaba que toda la gente que vivía del negocio de los libros tenía unas motivaciones tan puras como las mías, hasta que Madden me puso sobre aviso con su historia. El conde Libri había quedado fuera de circulación, pero los cenáculos literarios estaban llenos de otros depredadores dispuestos a beneficiarse de la ingenuidad y la buena fe de los que empezábamos a asomarnos a este mundo. Madden me tendió una mano y se convirtió en mi hombre de confianza. Su habilidad para identificar el fraude me había impresionado. Durante casi seis años el conde Libri había vendido manuscritos robados sin despertar ni una sola sospecha. Los mejores coleccionistas de Francia tuvieron la oportunidad de examinar aquellos manuscritos, pero ninguno de ellos dudó por un momento de su origen. Sólo Madden. Así pues, busqué su ayuda en calidad de consejero, en cuanto decidí que ya era hora de empezar mi propia colección. Madden me puso en contacto con algunos anticuarios y en cuestión de un breve plazo de tiempo me convertí en el orgulloso propietario de un pequeño pero contundente lote de originales, incluyendo un hermosísimo códice florentino de las Cantigas de Nuestra Señora que contiene una de las primeras narraciones con viñetas de que se tiene noticia. Con el tiempo, aprendí a juzgar por cuenta propia la honestidad de los intermediarios y en uno de mis numeros viajes al Continente conocí a un marchante llamado Denis Vrain-Lucas que me vendió una pieza que durante mucho tiempo consideré la joya de mi corona: una carta escrita del puño y letra de la mismísima Juana de Arco.

Pero mi afición no se detuvo ahí. Poco después de mi primer encuentro con Madden, éste me comunicó una agradable noticia. Llevaba varios años dedicado al examen de un conjunto de manuscritos que se habían encontrado en la biblioteca Bodleian de Oxford. Entre ellos había identificado la única copia existente de un poema épico del siglo XIII titulado Lovelock the Dane. Varios editores se mostaban interesados en su publicación, y aunque Madden estaba deseoso de compartir su descubrimiento con los lectores, prefería ceder los derechos a alguien que fuese tan apasionado por los manuscritos medievales como él. Yo fui el elegido. En cuestión de un año, mi casa sacó a la venta una lujosísima edición facsímil de Lovelock the Dane, acompañada de una traducción al inglés moderno, que convirtió a Frederic Madden en una pequeña celebridad, al menos durante un tiempo.

En cuanto al conde Libri, mi interés por él se prolongó más allá de mi encuentro con Madden. Leí varios artículos que se habían publicado en Inglaterra y algunos documentos relacionados con su proceso, pero puesto que todos ellos venían a confirmar la historia que contaba mi amigo (añadiendo algún que otro detalle, eso sí) rápidamente fui olvidándome de este personaje sobre el que, al parecer, no quedaba mucho más que decir. Durante largo tiempo no volví a pensar en él, hasta que en febrero de 1870 ocurrió algo que me hizo contemplar al conde Libri, o mejor dicho, a Frederic Madden, bajo una luz muy diferente.

El intolerable clima de las islas británicas y un fallido intento de matrimonio me obligaron a huir a Cannes en la fecha antes mencionada, donde me instalé hasta la llegada del verano para curar mi alma con la mejor medicina: el aire puro de la costa y el buen marisco. Solicité el ingreso en un club gastronómico para matar el tiempo y, con motivo de mi cena de bienvenida, redacté una breve ponencia sobre el hurto literario. El conde Libri había fallecido un año antes y, por lo tanto, volvía a ser noticia. Supuse, por otro lado, que el tema sería del agrado de los miembros del club, ya que un buen número de ellos eran escritores. Sólo a uno pareció desagradarle mi composición. Desde el otro extremo de la mesa sus muecas de disgusto respondían en silencio cada una de mis menciones al conde Libri. Cuando terminé mi discurso y regresé a mi asiento, el caballero que estaba sentado a mi izquierda me reveló la identidad de aquel hombre. Se trataba nada menos que de Prosper Mérimée.

¡Qué coincidencia más desafortunada! Prosper Mérimée había sido uno de los mejores amigos del conde Libri y una de las pocas personas que nunca se apartaron de su lado. Aunque hasta el momento nunca había visto una imagen suya, el papel de Mérimée en el affaire Libri me era conocido por los artículos que había leído sobre el tema. A pesar de las contundentes pruebas en su contra, Mérimée siempre había creído en la inocencia de Libri, o al menos había actuado como si lo hiciera. Tanto es así que se atrevió a arriesgar su buen nombre intercediendo por él ante el tribunal, y lo hizo con tal vehemencia que le costó una pena de dos semanas de cárcel. En cuanto salió de entre rejas, Mérimée siguió defendiendo a su amigo, aunque con más suerte en esta ocasión. Consiguió que se nombrara una nueva comisión investigadora compuesta por miembros más favorables hacia su causa, entre ellos Sainte-Beuve. Éste se mostró a favor de rehabilitar a Libri a condición de que devolviese algunos de los manuscritos que todavía obraban en su poder. Pero cuando todo parecía estar a punto de resolverse, Libri envió una carta a Mérimée diciendo que se negaba: los manuscritos no saldrían de su casa de Londres. Aunque lo único que podía deducirse de tal descaro era su culpabilidad, Mérimée, en contra del sentido común más básico, siguió defendiéndolo. Como miembro del Senado, siempre que se le presentaba la oportunidad, sacaba a colación el caso Libri en las reuniones del pleno para recordar a sus señorías la deuda que la justicia francesa tenía pendiente con su amigo. Fue tan insistente que hasta el propio Libri se acabó cansando y le pidió que, por favor, abandonara su causa.

Pero aun así, Mérimée siguió defendiéndolo.

Lo cual sólo podía significar dos cosas. O bien que era un estúpido, o bien que era un bribón. Estúpido no podía serlo, a juzgar por sus novelas y por su reconocido prestigio intelectual; en cuanto a su posible complicidad con Libri... si Mérimée hubiera estado implicado en los robos, lo último que hubiera hecho habría sido exponerse defendiendo en público a su compinche. No, tenía que haber otra razón para la absurda fidelidad de Mérimée. No podía tratarse de simple amistad. Tal vez su “amigo” le había obligado a defenderle por alguna razón que se me escapaba.

Fuera cual fuese la razón, lo extraño del asunto era que ya no tenía por qué seguir haciéndolo. Libri había muerto. ¿Por qué había mostrado, entonces, tal desagrado ante mi discurso? Me moría de ganas por averiguarlo, así que, cuando acabamos los postres y pasamos al salón de café, me acerqué a Mérimée con el pretexto de presentarle mis disculpas, pero con la secreta intención de sonsacarle sobre su relación con Libri.

Prosper Mérimée se encontraba enfermo de los pulmones, y por esa razón llevaba viviendo en Cannes desde hacía algunos años. Al aproximarme a su mesa, comprobé los estragos que el asma había producido en su rostro. Me presenté y, en un primer momento, hizo gesto de no querer aceptar mi aparente arrepentimiento, pero en cuanto nombré a Madden como único responsable de la versión que conocía de los hechos, me pidió que me sentara con él.

—¿Así que Frederic Madden descubrió que aquel Pentateuco de Tours era robado?

Eso es lo que dijo contesté.

¿Y usted le creyó?

No tengo motivos para no hacerlo.

Le voy a contar una cosa. Cuando Madden regresó a Londres después de visitar a Libri en París, llevaba consigo dos libros. Una copia manuscrita de la Divina Comedia y otra del Corteggiano de Castiglione. ¿Sabe quién le dio esos libros?

No tuve que pensar mucho antes de responder:

¿El conde Libri?

Exacto. Se los regaló él.

¿Y los aceptó aun sabiendo que...?

—¿Que el manuscrito de Tours era robado? Ah, pero es que Madden no lo sabía.

Entonces, ¿su historia es falsa?

Por supuesto. No quería que le tomasen por ingenuo.

Me quedé en silencio. Nunca había puesto en tela de juicio las dotes profesionales de mi amigo; y sin embargo, ahora, al escuchar la voz serena de Prosper Mérimée, empecé a dudar.

Mire usted, no es que ese manuscrito fuera robado y Madden no se diese cuenta. Es que Libri nunca le enseñó a Madden el Pentateuco. Fue a mí a quien se lo enseñó. Yo le conté a Madden la anécdota y él se la apropió.

¿Es cierto eso?

La verdad depende de quien la cuente. Yo le puedo contar mi versión. La primera vez que vi al conde Libri fue en casa de François Guizot. Me lo presentaron y fue allí donde me mostró el Pentateuco. Al verlo, efectivamente, pensé que lo había robado, pues había visto con mis propios ojos ese mismo volumen en la biblioteca de Tours, y así se lo dije. Libri me contestó que lo que había en Tours era una copia. ¿Y sabe qué?

Me encogí de hombros.

Que tenía razón.

No quería ser descortés y tuve que esforzarme por no reír. Era él quien parecía un ingenuo ahora.

Veo que no me cree dijo Mérimée con una sonrisa—. Pero la verdad es ésa. El autor del manuscrito original era un monje del monasterio de Montecassino, en Italia, y formaba parte de las escasas pertenencias personales de San Benito. Unos seiscientos años más tarde, en el siglo XIII, la orden benedictina prestó ese manuscrito al monasterio de Tours autorizándoles a hacer una copia. ¿Lo entiende ahora? El Pentateuco que poseía Libri era el original italiano. Yo había visto con mis propios ojos el ejemplar de Tours y al examinar de cerca el de Libri pude constatar las diferencias que había entre ambos.




El Pentateuco de Tours, también llamado "Pentateuco de Ashburnham"


Mérimée me contó que el copista de Tours había omitido en su Pentateuco las glosas en rojo que figuraban en el original y que, además, sus páginas eran de papel, lo cual demostraba que no podía ser tan antiguo, ya que en el siglo VII, fecha del manuscrito original, lo característico es que fueran de pergamino, como las del ejemplar de Libri. Mérimée añadió algunas pruebas más que daban la razón a Libri y, a modo de resumen, dijo al acabar:

No hay nada de lo que extrañarse, Madden no es el único experto incapaz de distinguir entre un original y una copia.

Al oír esto, me vino a la cabeza la edición de Lovelock the Dane que había hecho Madden para mí y me entró un escalofrío...

Los escritores somos, por definición, unos mentirosos. Nunca se fie de lo que le cuente un escritor. La acusación contra el conde Libri nada tuvo que ver con Madden. O más bien sí, pero muy a su pesar. Como le he dicho antes, el conde Libri le regaló dos libros a Madden. Libri era un hombre de negocios y pensó que un informe favorable de Madden en calidad de Conservador del Departamento de Manuscritos del Museo Británico le ayudaría a cerrar una venta que esperaba hacerle a Lord Ashburnham. Sin la intervención de Madden es probable que aquella transacción jamás se hubiera llevado a cabo, pero la venta se cerró y eso fue el principio de todo. Cuando se descubrió que Libri había vendido a Lord Ashburnham manuscritos por valor de ocho mil libras, se despertaron las sospechas. Madden tuvo suerte, pues nunca se hizo pública su mediación. Por eso calló lo de los manuscritos que le había regalado Libri. Luego, para evitar sospechas, intentó convencer a todo el mundo de que él siempre había sabido que Libri era un ladrón.

Para evitar sospechas y también para sacar un beneficio intervine.

Si usted lo dice. Seguro que lo conoce mejor que yo —Mérimée hizo una pausa y, después, prosiguió—. ¿Quiere saber la verdadera historia del conde Libri? Aunque me temo que le va a decepcionar.

—¿Y eso por qué?

—Porque, al contrario de lo que le contó Madden, Libri era totalmente inocente de los cargos que se le imputaban.

—La verdad es que no sé qué pensar.

Ninguno de los libros que vendió eran robados —me explicó Mérimée—. El conde Libri fue el coleccionista más honesto que jamás haya conocido, solo él era capaz de devolver libros que otros habían sustraído. Lo explicaré lo que ocurrió. El conde Libri se había labrado la enemistad de buena parte de la Académie des Sciences, y probablemente fueron sus antiguos colegas de esta institución los que tiraron de los hilos adecuados para iniciar la denuncia. Aprovecharon el affaire Ashburnham como excusa para justificar sus falsos alegatos. Su argumento era que una venta tan voluminosa sólo podía provenir de un robo. Pero si se hubieran molestado en conocer mejor a monsieur Libri...

Al contrario que Madden, Mérimée le cambió el título sin la intención de menospreciarlo; es más, puede que incluso lo hiciera de forma inconsciente al ablandarse con el recuerdo.

Si se hubieran molestado en conocerlo... Pero si le cuento cómo era en realidad monsieur Libri usted también me creerá dijo el viejo escritor ya un poco más animado. Mi primer encuentro con él tuvo lugar en 1832. Es decir, mucho antes de que mi amigo Guizot le ofreciera el cargo de inspector general, y ya en aquel entonces monsieur Libri tenía una enorme biblioteca. Y si sólo hubiera sido la biblioteca... ¡tenía libros hasta debajo de la cama! Ocho mil libras no hubieran sido suficientes para pagar ni una cuarta parte de los volúmenes que poseía antes de haber siquiera tenido la oportunidad de cometer los actos que se le imputaban. Y, sin embargo, sus enemigos seguían afirmando que esos libros eran robados. Como ve, la acusación contra Libri estaba basada en un silogismo totalmente descabellado. Si François pierde un perro y Louis vende un gato, entonces Louis le ha robado el perro a François. Absurdo, ¿no cree?

Pero el caso es que empezó a vender libros después de haber aceptado el cargo...

Libri no robó ningún libro. Le contaré lo que sé de él.

Después de una pausa, Mérimée empezó su relato:

«Durante mucho tiempo, monsieur Libri y yo fuimos amigos muy cercanos. Como ya le he dicho, fue François Guizot quien nos presentó y, a través de mí, Libri conoció a su esposa, una mujer que, como él, poseía (y todavía posee) un nombre extraordinario, Mélanie Double.»

Al mencionar a la esposa de Libri recordé que, según los rumores, Mérimée había tenido un flirt con ella mucho tiempo antes de conocer a su amigo, cosa que me quedó confirmada por el silencio meditabundo en que se sumió al llegar a este punto.

«No me precio de ser un gran conocedor del alma femenina, como ya sabrá por mis novelas», continuó, «pero me atrevería a decir, sin lugar a dudas, que madame Libri amaba a su marido incondicionalmente y que sin el apoyo que ella le brindó, Libri hubiera sucumbido mucho antes bajo el empuje de sus enemigos.

»Monsieur Libri siempre tuvo que soportar grandes injusticias por causa de su origen italiano. Verá, la universidad funciona de un modo extraño. En ella no se fomenta la verdadera cultura, sino la especialización. Aunque pretendan lo contrario, el conocimiento de la mayoría de los académicos se limita al campo en que realizan sus investigaciones. Sin embargo, cualquiera que haya pasado cuatro o cinco años dedicado a escribir sobre, por ejemplo, la Teoría de Números, deseará que todos sus compañeros sepan reconocer el mérito de su esfuerzo. El problema es que sólo habrá dos o tres personas realmente cualificadas para juzgar su trabajo. El resto jamás leerá sus artículos, aunque eso no será obstáculo para que opinen sobre su calidad, por la sencilla razón de que ellos también quieren que su talento sea apreciado por el mayor número de colegas. El resultado de todo esto es que el trabajo académico se juzga a corto plazo no por la calidad del mismo, sino por las simpatías que despierta su autor. La veracidad de sus resultados es algo que no tiene ninguna importancia. Los académicos halagan los trabajos de otros académicos, con la esperanza de que, en el futuro, estos últimos correspondan a los primeros de la misma manera, indepedientemente de su capacidad para formarse un buen juicio crítico.

»Sin embargo, el amor que monsieur Libri sentía por la verdad, le impidió desde el principio entrar en ese juego. Lo cierto del asunto es esto: Libri había publicado una Historia de las Ciencias Matemáticas en Italia, basándose en cientos de manuscritos que poseía. En su libro hablaba de los viajes de Marco Polo, de la invención de los anteojos, del descubrimiento de la circulación de la sangre por parte de Da Vinci, de la geometría de Fibonacci, de Galileo y Giovanni Branca, a quienes debemos el motor de vapor mucho antes de que James Watt se lo atribuyese... El único error de Libri fue manifestar sus descubrimientos con la arrogancia propia de quienes, desesperados por encontrarse dentro de un sistema servil, intentan oponerse a él con el arma de la verdad. Desgraciadamente la verdad de Libri no podía ser aceptada por sus colegas. Todos sus descubrimientos provenían de un solo lugar: Italia. Libri no podía regresar a su país y se había impuesto la misión de honrarlo en la distancia, así que su manera de hacerlo fue informar al mundo de las gloriosas conquistas científicas de sus conciudadanos, sin contar con que tanto la Académie des Sciencies como la Sorbona han sido siempre instituciones patrióticas. Liouville, Arago y todos aquellos colegasque decían ser sus amigos criticaban constantemente sus hallazgos. Pero ¿con qué derecho se atrevían a juzgar su talento cuando ellos mismos dedicaban plenos enteros de la Académie al problema de las lluvias de sapos?

»Cuando se supo de la compra de Ashburnham, la Académie vio la oportunidad de dejar a Libri en evidencia de una vez y para siempre. Y no la desaprovecharon. La École des Chartes elaboró una lista de los libros que supuestamente había robado. Casi todos ellos eran manuscritos en latín que, efectivamente, Libri había vendido a coleccionistas privados. Libri aseguraba que sus manuscritos eran de origen italiano, como aquel Pentateuco, pero nadie le creyó. ¡Qué gran ironía! De nuevo le ponían en la picota por defender los tesoros de su país.»

Al oír esto recordé algunos de los títulos que, al parecer, había robado Libri. Largo tiempo atrás había hojeado su acta de acusación y, en efecto, en el inventario de volúmenes robados apenas había algún título francés. Casi todos eran italianos o latinos. Lo cual, por supuesto, no probaba nada, puesto que las bibliotecas francesas también tenían manuscritos italianos y latinos en sus fondos, y así se lo dije a Mérimée.

Tiene usted razón respondió—. Y es posible que alguno de los manuscritos que le reclamaban a Libri hubiera pertenecido realmente al catálogo de alguna biblioteca. Pero la cuestión es ésta: el sistema de control de las bibliotecas francesas era totalmente caótico, por eso precisamente se le dio a Libri el puesto de inspector. Cualquiera podía entrar en ellas y salir cargado de libros debajo del brazo. De hecho, eso es lo que ocurría: los propios bibliotecarios ocultaban las ausencias del catálogo y los ladrones vendían los manuscritos a las librerías. Todas ellas estaban plagadas de manuscritos robados. Usted, yo, cualquiera que haya sido cliente de cualquier librería de Francia puede ser, sin saberlo, tan culpable de tener un manuscrito robado en su casa como lo fue monsieur Libri.

»Como ve, las acusaciones contra él carecían de fundamento, pero monsieur y madame Libri sufrían tal presión que decidieron marcharse a Inglaterra. Mientras tanto, en París, se formó un tribunal y fue juzgado in absentia. Sus únicos defensores fuimos Guizot y yo. Luché por él de la mejor forma que pude: con mi pluma. Conseguí que la Revue des Deux Mondes me publicara un artículo en el que explicaba la verdad sobre el caso, poniendo de manifiesto la vaguedad de las acusaciones y la mala fe de quienes las habían urdido. No sirvió para nada. Libri fue sentenciado a diez años, pero como no se encontraba en suelo francés, no pudo complir la condena. Yo, en cambio, corrí peor suerte. Aunque mi intención no había sido la de desprestigiar a los tribunales franceses, el ministro se sintió agraviado por mi artículo y me impusieron una pena por desacato. Monsieur Libri quiso pagarme la fianza desde Londres, pero yo me negué y fui a la cárcel.»

—Aunque sea verdad lo que dice —interrumpí a Mérimée—, lo que no entiendo es por qué, años más tarde, Libri le pidió que dejase de defenderlo. Si era inocente ¿por qué renunciar a que sus amigos intercedieran por él?

—Veo que se ha informado bien —dijo Mérimée sopesándome con la mirada—. La respuesta es sencilla. Monsieur Libri me rogó que abandonase su defensa porque no quería que siguiese exponiendo mi nombre al escarnio público. ¿Para qué insistir en ello si sus enemigos habían decidido de antemano que era culpable?

—Entonces ¿por qué desoyó su súplica y siguió luchando por él?

—No lo hice por él. Libri no era el único que tenía que soportar aquella mancha en su apellido.

Lo hizo por madame Libri —deduje.

¿Lo entiende ahora?

Asentí en silencio y le manifesté de nuevo mis disculpas (esta vez sinceramente) por todas las calumnias que había vertido en mi discurso contra el conde Libri.

—No tiene por qué disculparse. Después de todo, fue usted víctima de un engaño.

Y tanto, pensé. Tras haber escuchado la historia de Mérimée me di cuenta del alcance de las mentiras de Madden. Le conté a Mérimée cómo utilizaba su anécdota del Pentateuco en los círculos literarios para presumir de su talento. Sin ir más lejos, yo mismo había caído en la trampa. Si había mentido sobre el Pentateuco, era posible que también fuese falsa la historia del manuscrito que decía haber encontrado en Oxford. Y yo había editado ese manuscrito. Me lamenté de lo difícil que era encontrar una sola persona honrada dentro de un mundo tan lleno de dobleces como el de la bibliofilia, y le expresé a Mérimée el consuelo que sentía al haber conocido a alguien veraz y digno de confianza como él. Para cambiar de tema, y una vez zanjado el asunto del conde Libri, le pregunté si podía ayudarme en una pequeña cuestión. Mi decepción amorosa no había sido lo único que me había traído a Francia, sino también otra pasión de un tipo muy diferente: quería hacer algunas adquisiciones de manuscritos. Conocía a un marchante en París, pero al pasar por allí de camino a Cannes me había sido imposible localizarlo. Un bibliófilo tan experimentado como Mérimée tenía que conocerlo y, en tal caso, quizá pudiera facilitarme su nueva dirección, y si esto no era posible, recomendarme algún otro marchante de confianza.

¿Cuál es el nombre de ese marchante parisino?

—Denis Vrain-Lucas.

De repente, a Mérimée le acometió un ataque de tos y se vio forzado permanecer en silencio. Esperé pacientemente a que se le pasara.

—Ya lo entiendo —prosiguió cuando logró contener el ataque—. Es usted periodista. No se ha creído nada de lo que le he contado, ¿verdad?

—¿Periodista? —contesté, tan alarmado ante el incoherente giro que había tomado la conversación, que empecé a pensar si Mérimée no era víctima de la senilidad—. Soy editor, como ya le he dicho. Tome mi tarjeta.

Mérimée se me quedó mirando durante un buen rato, como intentando adivinar mis intenciones antes de decidirse a recoger la tarjeta de mi mano. Cuando lo hizo, la examinó concienzudamente y me miró con fijeza.

—Y ahora, por favor, váyase —dijo introduciéndose la tarjeta en el bolsillo del chaleco—. No tengo nada más que añadir.



3.



No volví a coincidir con Prosper Mérimée ni en mis paseos por el bulevar de la Croisette ni en el club gastronómico. Al preguntar por él en el club, averigüé que apenas salía ya de casa, pues su enfermedad estaba muy avanzada y, además, sufría cambios de humor repentinos, lo cual podía explicar la forma tan brusca e incoherente que tuvo de apartarme al final de aquella velada. Todo el mundo respetaba a Prosper Mérimée y le tenía por un hombre sincero, incapaz de mentir en beneficio propio. Su versión del affaire Libri era de sobras conocida entre el pequeño nucleo de escritores que se daba cita en las tertulias de la ciudad y, por lo general, la tomaban como cierta, no tanto por lo convincente que resultara, sino por la simpatía que despertaba el escritor. En realidad, a nadie le importaba ya si el conde Libri era culpable o no; aquellos hechos habían ocurrido hacía más de veinte años y sólo la insistencia de Mérimée había mantenido abierto el caso. Eso y el hecho de que hubiera ido a la cárcel por su viejo amigo despertaba la admiración entre quienes lo conocían y nadie estaba dispuesto a poner en duda las palabras de alguien de una categoría humana tan grande como la suya. De este modo quedó zanjada para mí la historia del conde Libri, al menos de momento.

Con la llegada del verano, regresé a Londres y nuevas preocupaciones se apoderaron de mí. No podía olvidar lo que Mérimée me había contado sobre Frederic Madden, dejando en evidencia su ineptitud como experto en manuscritos medievales. Llegué a convencerme de que Madden me había mentido también con respecto a Lovelock the Dane, o en el mejor de los casos, que se había equivocado. El asunto estaba claro: él me había proporcionado el manuscrito y yo lo había editado. Pero ¿se trataba, como él me había asegurado, de un texto valioso, escrito e ilustrado íntegramente en el siglo XIII? ¿O era, por el contrario, un refundido posterior, redactado en plena decadencia del arte amanuense? Con frecuencia, el tiempo hacía estragos en los textos antiguos, los cuales llegaban a las puertas de la era de la imprenta en un estado defectuoso e incompleto. Algunos monjes reemplazaban los fragmentos que se habían perdido por invenciones fruto de su propia imaginación, escritas a imitación del estilo original. ¿Era éste el caso de mi Lovelock the Dane? Largas noches pasé contemplando el libro que había editado, hasta el punto de no poder plantar mis ojos sobre él sin que me asaltara una terrible ansiedad. Ya conocen la historia, el romance de Lovelock the Dane describe la epopeya del joven heredero de una tribu sajona que, traicionado por sus guardianes, es abandonado a su suerte en un viejo bote navegando a la deriva. La corriente acaba depositando el bote en las playas de Kent y, con el tiempo, Lovelock se convierte en rey de una buena parte de Inglaterra. Por hermoso que a los lectores les hubiera parecido mi libro, ¿quién me podía confirmar que esa inocente tristeza que el niño Lovelock exhibía en sus ilustraciones era auténtica? Por lo que sabía podían no ser obra de la hábil pluma de un amanuense del siglo XIII. Su aura había desaparecido por completo para mí.

Era necesario que ajustase cuentas con Frederic Madden. Al poco de mi llegada pensé en denunciarlo públicamente en su propia tertulia, contándole a todo el mundo la verdad sobre la anécdota del manuscrito de Tours. Luego, pensé en las consecuencias que esto acarrearía sobre mí. Si el mundillo literario descubría que Madden era un fraude, la credibilidad de mi editorial se vería gravemente dañada y era probable que mi nombre se convirtiese en el hazmerreír de todo Londres. En cualquier caso tampoco tenía pruebas de que el texto de Lovelock the Dane datara de una fecha posterior al siglo XIII. El que Madden hubiese mentido sobre el Pentateuco de Tours no quería decir que con Lovelock no hubiese dado en el clavo. En cualquiera de los casos, lo que más me convenía era correr un tupido velo sobre el asunto y aunque hablé a algunos amigos sobre mi encuentro con Mérimée, evité mencionar lo que me había contado sobre Madden. Si me quedaba alguna duda sobre lo que debía hacer, la cuestión quedó decidida en septiembre, pues entonces supe que la Reina estaba dispuesta a conceder la Orden del Imperio Británico a mi editorial por la valiosa contribución que había hecho al corpus literario del Imperio. Ya no tenía vuelta atrás.

Ante la insistencia de mis amigos, unos días más tarde organicé en mi casa una pequeña celebración, la cual presidí ocultando lo mejor que pude la vergüenza que sentía al saber que mi mérito era, cuanto menos, dudoso. Asistieron algunos de mis colegas más íntimos, entre los que, desde mi regreso, ya no se encontraba Frederic Madden. Fue allí, en mi propio salón, donde me enteré de la muerte de Prosper Mérimée. Robert Bulwer-Lytton mencionó el suceso: el escritor francés acababa de fallecer en Cannes víctima de su enfermedad pulmonar.

Llegaste a conocerlo, ¿no es así? me preguntó Bulwer-Lytton.

Respondí afirmativamente. Viendo que mis amigos se interesaban por Mérimée, y puesto que estaban familiarizados con la historia del conde Libri, les hice un breve resumen de lo que el escritor francés me había contado sobre él, saltándome una vez más la parte relacionada con Madden.

—Pobre Mériméedijo Bulwer-Lytton cuando acabé mi historia—. Pasó los veinte últimos años de su vida entregado con tanto fervor a su causa que fue incapaz de abrir los ojos a la verdad. ¡Cómo nos engañamos para soportar la futilidad de nuestros sudores!

—Quién sabe... —intervine—. Los argumentos que me dio no parecían nada descabellados. Es posible que, después de todo, Libri fuera inocente. Siempre actuó de forma honorable, y si renunció a que lo defendieran no fue porque se supiera culpable, sino para proteger el buen nombre de su amigo.

—No dudo que Mérimée estuviera diciendo la verdad. O al menos, la verdad en la que él creía. Pero que Libri fuera honorable... Siento decepcionarte, pero acaba de demostrarse precisamente lo contrario. ¿No has leído el último número de la Revue des Deux Mondes? Incluye una historia muy curiosa sobre un tal Michel Chasles que ha arrojado una nueva luz sobre el caso Libri.

—¿Michel Chasles?

—Fue el sucesor del conde Libri como Inspector General de las Bibliotecas de Francia —explicó Bulwer-Lytton—. Es matemático, como él. Hombre de gran reputación. Miembro de la Académie des Sciencies y condecorado con la Legión de Honor. Se decía de él que poseía el espíritu más lúcido y la imaginación más disciplinada de su época, y un sentido crítico casi cercano a la clarividencia. Debía su fama a un estudio titulado La transformación del círculo en elipse que causó furor en el mundo de las matemáticas y que le hizo merecedor del puesto que Libri había dejado vacante. Él se ocupó del catálogo que Libri había saqueado hasta que este febrero pasado, más o menos hacia la fecha en que coincidiste con Mérimée, fue destituido de su cargo.

—¿Qué fue lo que ocurrió?

—La historia se remonta a sus días como Inspector General —prosiguió Bulwer-Lytton—. Una tarde llamó a su puerta un hombre de pequeña estatura, ya en su cuarentena, que decía acudir a él en busca de consejo. Sus exquisitos modales rayaban la dulzura y el brillo de inteligencia de sus ojos persuadieron a Chasles para concederle unos minutos de atención. El hombre le confesó que era hijo de un jornalero y que, por lo tanto, su educación había sido prácticamente autodidacta. Siendo muy joven había entrado al servicio de un abogado de Châteaudun, un pueblo cercano a su lugar de nacimiento, donde gracias a su carácter aplicado ejerció como copista de escritos jurídicos. Tanta fue su dedicación al trabajo que consiguió ahorrar un cierto dinero que le permitió, llegado el momento, viajar por Europa en busca de esa instrucción que le faltaba. Sentía una pasión incontenible por los manuscritos antiguos. Cuando acudió a Chasles, hacía ya tres años que estaba de vuelta en Francia y la fortuna le había hecho entrar en contacto con una antigua y noble familia, los Boisjourdain. La consulta que quería hacerle a Chasles tenía que ver con este encuentro. Acababa de gastar sus últimos ahorros en un lote de viejos documentos que habían pertenecido a esta familia. Por lo visto se trataba de un conjunto de cartas que, al estallar la Revolución, habían sido enviadas a la ciudad de Baltimore con el fin de salvaguardarlas de la quema. Pasado el tiempo, los Boisjourdain solicitaron su devolución, pero el barco que las tenía que traer de vuelta acabó naufragando cerca de Cherburgo y aunque las cartas fueron rescatadas, la mayor parte de ellas habían quedado en un estado casi ilegible después de ser extraídas del agua. Debido a esto, los herederos estaban dispuestos a cederlas por un precio ridículo. El hombre había pensado en comprarlas, pero no estaba seguro del valor de dichas cartas y además tampoco disponía de fondos suficientes, por lo que había adquirido tan sólo un pequeño lote con vistas a someterlo al escrutinio de un experto en la materia antes de decicirse a adquirir el resto. Ése era, en resumen, el motivo de su visita. Chasles accedió de buena gana a examinar las cartas y, acto seguido, el hombre extendió sobre su escritorio una muestra de los documentos que había comprado.

«El Inspector General se puso los anteojos y empezó a escrutar las cartas. Según iba recorriendo las partes del texto que aún se podían leer, la expresión de su semblante fue cambiando de una inicial apatía profesional a la incredulidad, hasta alcanzar finalmente la euforia.

»—Pero ¿es usted consciente de lo que tiene aquí? —exclamó—. Son cartas de Pascal dirigidas a Robe Boyle.

»—¿Robert Boileau?

»—Robe Boyle. Un químico inglés. Estas cartas son prueba irrefutable de que muchos de los descubrimientos que atribuimos a Newton fueron en realidad obra de Pascal. Fíjese, esta carta es de 1648, ¡y ya habla en ella de las leyes de atracción! ¡Veinte años antes de que Newton lo hiciera!

»—Entonces ¿tienen valor?

»—¿Que si tienen valor? ¡Le compro todas!

»En su siguiente visita, el hombre le trajo el resto de cartas que había obtenido de los Boisjourdain. A Chasles le daba vueltas la cabeza. Entre ellas había cartas de Cassini, de Galileo, de Huyghens, de Leibnitz, de Antoine de L'Hôpital, de Bernouilli, etc. Lo que en ellas se decía obligaba a replantearse por entero la historia de las matemáticas. Ponían en entredicho el origen de importantes aspectos de la teoría del cálculo diferencial y de la teoría del movimiento concreto, aspectos cuyo mérito había que atribuir ahora a matemáticos franceses, a la luz de aquellos documentos. Chasles se comprometió a adquirir las cartas que todavía seguían en poder de los Boisjourdain y a hacer públicos sus descubrimientos cuanto antes en la Académie des Sciences, pero el hombre le sugirió prudencia. Si Chasles revelaba su fuente demasiado pronto, otros coleccionistas podían interesarse por las cartas e ir a los Boisjourdain con una oferta más generosa. Mientras fueran ellos dos las únicas personas que conocían su verdadero valor, podrían irlas obteniendo poco a poco, en pequeños lotes y a un precio ridículo, incluyendo la pequeña comisión que él cargaría como intermediario.

»Siguiendo este astuto consejo, Chasles se conformó con presentar a la Académie tan solo la carta de Pascal, sin revelar cómo había caído en sus manos. Henchido de patriotismo, pero también de un prudente estado de ánimo, anunció el hallazgo a sus colegas. La respuesta de estos fue tan entusiasta como la suya. Al fin y al cabo, ¿qué francés no iba a sentirse orgulloso al descubrir que habían sido ellos, y no los ingleses, los descubridores de la gravedad?

»A pesar de la emoción, un miembro de la Académie advirtió a Chasles de una pequeña incoherencia en la carta de Pascal. Por lo visto, en ella se citaban fórmulas y métodos de medida que Pascal no había tenido modo de conocer. ¿Cómo era posible esto? Chasles trasladó a su contacto las dudas de su colega, y en el siguiente lote de cartas, encontraron la respuesta. Una nueva carta de Pascal refutaba de manera concluyente los supuestos anacronismos de la primera carta. Por lo visto, aquellos métodos de medida que todo el mundo creía posteriores a Pascal también los había ideado él. Sin embargo, esta nueva carta, lejos de atenuar las sospechas que había despertado la primera, las agravó. Poco a poco el entusiasmo de los colegas de Chasles fue decreciendo. Cada vez que localizaban una incoherencia en una de sus cartas, Chasles aparecía con una nueva que corregía la anterior, como si el mismísimo Pascal se estuviera dirigiendo personalmente a los académicos para dar respuesta a las dudas que les surgían. No pasaron muchos meses hasta que, en una sesión, alguien se atrevió a levantarse de su asiento y pronunciar la palabra “fraude”. Nadie ponía en duda la buena fe de Chasles, pero se insistió con firmeza en que revelase la fuente que le estaba proporcionando las cartas.

»Al principio, Chasles se resistió a hacerlo; pero al ver que, si quería conservar su credibilidad, no le quedaba más remedio que confesar la identidad de su contacto, accedió al ultimátum bajo la condición de que el secreto quedara dentro de las paredes de la Académie. Aquellos tesoros no debían salir de Francia y era necesario que el rumor no llegara a oídos de ningún comprador extranjero. No sólo tenía en su poder aquellas cartas de Pascal, su contacto le había proporcionado otras incluso más valiosas. Misivas de Alejandro Magno a Aristóteles, de Arquímedes a Nerón, cartas de Juana de Arco, un fragmento de las memorias de Vercingetórix, y ¡hasta una carta de amor de Pitágoras a Safo!

—¿Juana de Arco? —dije en voz baja, sin esperar respuesta.

—Cuesta creerlo, ¿verdad? —continuó Bulwer-Lytton—. A los colegas de Chasles también les costó. Debieron pensar que o bien Chasles era el hombre más estúpido del mundo, o bien había hecho el descubrimiento filológico más importante de la historia. Le exigieron que sometiera la totalidad de sus cartas al examen de un comité de expertos de la Académie. Cuando se las mostró, el comité sólo tuvo que ponerles el ojo encima para saber que eran falsas.

—¿Por qué? —preguntó uno de mis amigos.

—¡Porque todas y cada una de ellas estaban escritas en francés antiguo! ¡Incluyendo la de Pitágoras!




Carta de Pascal a Galileo. Biblioteca Nacional, París.

Al descubrir esto, mis invitados no pudieron contener la risa, como supongo que tampoco pudieron los colegas de Chasles. Por lo que a mí respecta, la inocencia del pobre Chasles no me pareció en modo alguno graciosa. Mientras mis amigos celebraban la anécdota, Bulwer-Lytton se me quedó mirando y entonces supe que su mención de Juana de Arco no había sido casual, pues en cierta ocasión le había enseñado aquella carta escrita por ella que yo poseía, orgulloso de los mil francos bien gastados que me había costado adquirirla. Bulwer-Lytton no se sumó a las risas porque estaba esperando que yo dijera algo, aunque sabía perfectamente cuáles eran las palabras que, llenas de ansiedad, iban a salir de mi boca:

—¿Cuál era el nombre del contacto de Chasles? ¿Cómo se llamaba, Robert?

Bulwer-Lytton contestó con una sonrisa. No había burla en ella, sólo comprensión.

—Denis Vrain-Lucas.

Asentí aprentando los labios, como quien asiente al concretarse un golpe de mala suerte absolutamente previsible.

—Me parece una historia de lo más inverosímil —protestó uno de mis amigos cuando cesaron por fin las risas—. Se supone que ese Chasles era un bibliófilo experto, ¿nos quieres hacer creer que hay alguien tan estúpido en el mundo como para caer en un engaño tan burdo?

—La ilusión ciega con frecuencia a las mentes más brillantes, hasta el punto de hacerles cometer actos que, los que carecen de la misma ilusión, juzgan estúpidos —respondió Bulwer-Lytton sin dejar de mirarme: sus palabras iban dirigidas hacia mí y no hacia el invitado que le había hecho la pregunta—. Después de todo, ¿quién no se ha enamorado alguna vez?

—Pero, al principio has dicho que ibas a contarnos algo que probaba la falta de honor de Libri —dijo otro de mis invitados—. ¿Qué tiene que ver toda esta historia con él?

—Un poco de paciencia. Todavía no he terminado de contarla —prosiguió Bulwer-Lytton—. Como ya he dicho antes, Michel Chasles era el sustituto del conde Libri al mando de la inspección general de bibliotecas, así que podéis imaginaros que cayó en un gran ridículo al descubrirse todo este asunto. Evidentemente, no existía ninguna familia Boisjourdain. Las cartas habían sido falsificadas (y muy bien, ciertamente) por el contacto de Chasles. Por suerte, al ser detenido, exculpó a Chasles. Había querido enriquecerse aprovechándose de su ingenuidad, pues Chasles en ningún momento llegó a dudar que no fueran auténticas. Chasles había actuado de buena fe al remitir las cartas a la Académie, lo cual no le evitó convertirse en el hazmerreír de la Sorbona. En mi opinión, sus colegas fueron tan injustos con él como acabas tú de serlo hace un rato, Hugh, al tomarlo por un estúpido. No comprendieron que fue la pasión, y no la ignorancia, lo que le hizo olvidarse de su buen juicio. Se sintieron inteligentes. Superiores a él.

«El engaño de Vrain-Lucas se descubrió mientras estabas en Cannes», dijo Bulwer-Lytton dirigiéndose una vez más a mí, «y se le procesó con mucha velocidad y discreción, pues la Académie quiso que el asunto no trascendiera a la opinión pública hasta que no se contara con una decisión en firme del tribunal, cosa que acaba de ocurrir hace unas semanas. Vrain-Lucas ha sido sentenciado a dos años de cárcel, y aquí es donde llegamos a la parte más interesante de esta historia. Al conocer la sentencia, Vrain-Lucas escribió una carta en privado a su víctima haciéndole una última confesión. En primer lugar, le pedía perdón y le aseguraba que el dinero no había sido el único móvil de su engaño. En realidad se trataba de una broma, o mejor dicho, de una venganza que un amigo le había encargado llevar a cabo en su testamento poco antes de morir. Aconsejaba a Chasles que no se lo tomara de una manera personal, pues aunque se había llevado la peor parte, él no era el objeto de la vengaza, sino toda Francia, el país que había humillado a su amigo. Ya habréis adivinado que aquel amigo no era otro que el conde Libri.»

—Valiente rufián —dijo uno de mis amigos.

—Pero un rufián de lo más ingenioso —dijo otro.

—Pagó a sus antiguos colegas con su propia medicina. Confundir el patriotismo con la verdad siempre ha sido la mayor debilidad de los franceses —comentó Bulwer-Lytton, mientras mis invitados tomaban posiciones a favor y en contra del conde Libri.

—Si aún había dudas de su culpabilidad, ahora...

—Será culpable, pero su venganza fue una auténtica obra de arte.

—¿Arte? —exclamé con enfado—. ¿Qué clase de arte es aprovecharse de la buena voluntad del prójimo?

—¿Qué clase de arte no lo es? —contestó Bulwer-Lytton—. Un artista es un maestro del engaño y todos estamos dispuestos a dejarnos engañar por una buena historia, con tal de que sea lo suficientemente hermosa. La que Vrain-Lucas le vendió a Chasles, lo era. En cierto modo, le envidio.

—¿Pero qué hay de la verdad? —dije.

Bulwer-Lytton se inclinó para coger el ejemplar de Lovelock the Dane que descansaba sobre la mesa de té.

—¿Me lo preguntas tú, que has editado un libro tan hermoso como éste? Qué importa la verdad cuando tenemos la belleza.

Y luego, me guiñó un ojo.





4.



Cuando media hora después, Robert Bulwer-Lytton anunció su intención de retirarse a casa, le acompañé a la puerta para despedirme de él a solas. Estreché su mano agradeciendo en silencio la discreción con que me había abierto los ojos, las palabras de consuelo que indirectamente me había dedicado y el hecho de que no hubiera mencionado la carta de Vrain-Lucas que obraba en mi poder para no hacer partícipe de mi credulidad al resto de invitados. Al salir por la puerta, estuve a punto de preguntarle el significado de aquel guiño que me había dedicado, pero seguí callado y dejé que se marchara. Ya tenía demasiadas respuestas y no era necesaria una más.

De vuelta al salón, encontré a mis invitados celebrando aún la ingenuidad de Michel Chasles con chistes y risas. Mientras seguían bebiéndose mi chartreuse, me mantuve al margen de la conversación paladeando en secreto mi vergüenza recién condecorada por la Reina y la ridícula manera en que Vrain-Lucas me había estafado. Intenté lo mejor que pude que no se notara mi incomodidad y, pasado un rato, les dije que me sentía indispuesto (el alcohol, la excitación de los últimos días). Cuando se fueron, saqué del escritorio la carta que tiempo atrás me había vendido Vrain-Lucas y me senté a examinarla en la soledad de mi despacho.

En la carta, Juana de Arco describía con una caligrafía perfecta sus impresiones al entrar en la ciudad de Orléans después de romper el asedio. Al adquirirla me había conquistado la pureza de sus sentimientos, la sencillez con que la Doncella de Orléans se había conmovido al ver que los habitantes de la ciudad se habían vestido de gala para recibirla y la inocente alegría que le había embargado al escuchar los madrigales que cantaban en su honor. Sin embargo, sus palabras se me antojaban muy diferentes a las que leí por vez primera. Su ingenuo optimismo se había transformado en ingeniosa malicia. Claro está que eran las mismas palabras de antes, pero ahora no podía leer en ellas los pensamientos de una niña inocente, sino los de un adulto decepcionado por las amarguras de la vida.

Denis Vrain-Lucas... ¡Cuántas vocaciones, cuántos destinos decididos por un simple apellido! El suyo se pronunciaba prácticamente igual que “vrail”. Retorcido.

Una vez más, releí la carta, y en esta ocasión me di cuenta de que algo había cambiado en mi manera de verla. No sentía ya la angustia que me asaltaba cada vez que se me ocurría hojear Lovelock the Dane. Aunque carecía de la pátina de autencidad que ambos textos habían poseído para mí antes de conocer a Prosper Mérimée, por un instante se me figuró que en ella continuaba brillando una cierta luz, aunque de una naturaleza muy distinta. De repente sentí un intenso deseo de ver las otras cartas, hermanas de la mía, que Vrain-Lucas le había vendido a Chasles.

Decidido a cumplir mi propósito, escribí una carta a Chasles solicitándole una entrevista, pero sin especificar claramente mis intenciones. Nadie mejor que yo podía comprender cómo se sentía y no quise recordarle su ignominia aludiendo explícitamente al asunto de Vrain-Lucas. No recibí respuesta suya, así que resolví hacerle una visita en París. Al cabo de un mes me presenté en su casa y aunque al abrir la puerta me recibió con recelo, me hizo entrar rápidamente a su despacho en cuanto le enseñé la carta de Juana de Arco. Acompañado de un vaso de whisky le conté mi historia, aunque en esta ocasión, no omití nada. Le hablé de mi encuentro con Madden, de mi sospechosa publicación de Lovelock the Dane, y de cómo, siguiendo las peripecias de aquel conde Libri, mi camino se había cruzado casualmente con el de Vrain-Lucas, cuyo nombre pronunciado en voz alta, había hecho creer a Mérimée que yo sabía toda la verdad sobre el asunto. En resumen, le conté todo lo que no le había contado a nadie, temeroso de mi reputación. Y se lo conté por una simple razón: él era el único que se encontraba en una situación similar a la mía.

Sentí un enorme alivio al hacerlo.

Después de escuchar mi historia con atención, Chasles me reveló algo que tampoco le había contado a nadie. Vrain-Lucas había esperado a la muerte de Mérimée para confesarle la implicación de Libri en aquella jugarreta, pero esa no era la única confesión que hacía en la carta que le había enviado desde la cárcel. Di un sorbo a mi vaso de whisky y me dispuse a escuchar lo que Chasles tenía que decir.

Vrain-Lucas afirmaba en su carta que no era autodidacta en el arte de la falsificación. Alguien le había enseñado. Durante el tiempo que dijo haber estado viajando por Europa, en realidad había estado viviendo con los Libri en Londres. Tres años antes de que los Libri huyeran de Francia, el conde había adquirido un terreno cerca de Châteaudun y conoció a Vrain-Lucas en el despacho del abogado que se había ocupado de los trámites. Le asombró la rapidez de Vrain-Lucas a la hora de copiar la escritura del terreno, y cuando le preguntó por qué se había molestado en imitar la complicada caligrafía gótica del original, el joven copista le contestó que lo hacía siempre de ese modo para entretenerse. Unos meses más tarde, el conde le escribió pidiéndole que fuese a visitarle a París. Le habló de la grata impresión que le había causado su trabajo y de su temor por que estuviera malgastando su talento en aquel mísero gabinete legal de provincias. En París podría encontrar, sin duda, un mejor destino para sus habilidades. Quería que su esposa, madame Libri, tuviera la oportunidad de evaluarlas tal y como él lo había hecho en Châteaudun. Y si el veredicto de ella resultaba tan favorable como el suyo, estaba seguro de poder hacerle una oferta muy apetitosa. Dicho y hecho, el joven copista tomó el primer carruaje hacia París y se presentó en casa de los Libri, donde fue recibido muy amablemente por la pareja. Le invitaron a entrar en la biblioteca. “¿Tendrá lugar aquí la entrevista?”, preguntó el joven. “¿La entrevista?”, dijo el conde riéndose, “claro que sí, madame Libri le dirá lo que tiene que hacer”. El conde salió de la biblioteca dejando a solas a su esposa con el joven. Mientras tanto, madame Libri dispuso sobre el escritorio una hoja de pergamino, un bote de tinta, una pluma y papel secante. Después, extrajo un volumen en cuarto de la estantería y lo abrió por una página al azar. “Este es el Hypnerotomachia Poliphilli, impreso por Aldo Manuzio, y tiene fama de ser el libro más hermoso del mundo”, dijo madame Libri, “¿se ve usted capaz de copiar tipos de imprenta?”. Sin decir palabra, el joven empezó a copiar sobre el pergamino la página por la que estaba abierto el libro. Cuando acabó, madame Libri mostró a su marido el resultado de la copia, y le comunicó su dictamen. El instinto del conde Libri no se había equivocado al identificar el talento de Vrain-Lucas. “Prácticamente no hay ningún rastro de irregularidad en el trazo de sus letras”, dijo madame Libri, “si es capaz de hacer pasar su letra manuscrita por tipos de imprenta, no hay caligrafía que se le pueda resistir. Será mi aprendiz. En cuanto le enseñe lo que sé y logre la perfección, se convertirá en el mejor falsificador de todos los tiempos”.

—Melanie Double—dije, alargando su apellido sin darme cuenta.

—Ahora ya sabe qué era lo que Mérimée trataba de ocultar. Su defensa de Libri no era más que una cortina de humo para que el caso se mantuviese encaminado en la dirección equivocada. El conde Libri y Prosper Mérimée se ofrecieron voluntariamente como chivos expiatorios para proteger a madame Libri. Sólo ellos y Vrain-Lucas sabían la verdad. Probablemente Mérimée tenía miedo de que, al ser detenido Vrain-Lucas, madame Libri acabase también implicada.

—Pobre Mérimée, nunca tuvo mucha suerte con las mujeres.

Chasles se encogió de hombros.

—Entonces —dije—, ¿todos los manuscritos que vendió el conde Libri eran en realidad...?

—¿Falsificaciones en lugar de robos? Quién sabe...

—¿Por qué no le ha contado usted a nadie lo que ha descubierto sobre madame Libri?

—Mérimée no se lo contó a nadie por amor. Yo, en cambio, porque siento por ella... admiración.

—¿Admiración? ¿Por algo que es falso?

Chasles suspiró y luego dijo:

—Y usted, ¿por qué no se ha deshecho de la carta que le vendió Vrain-Lucas?

—No lo sé. Hay algo en ella que aún me atrae —respondí—. ¿Y las suyas? ¿Las conserva todavía?

—Por supuesto.

Chasles extrajo varios legajos de cartas de un cajón, los desató y fue colocando los documentos encima de su escritorio. Allí estaban todas. Las de Pascal a Galileo, las de Américo Vespucio a Rabelais, las de Nostradamus a Rabelais, y así decenas y decenas de emparejamientos igualmente fascinantes.




Carta de Carlomagno a Alcuin. Biblioteca Nacional, París.

—¿Quiere que le muestre mi favorita? —dijo Chasles al percatarse del interés con que recibí sus tesoros.

—¿Su favorita?

—Sí —contestó con una sonrisa de resignación—. Mire, ésta es.

En un exquisito francés del siglo XII, la carta decía así:

“Querido Aristóteles. No estoy satisfecho con que hayas hecho público el contenido de tus libros, los cuales deberías haber guardado bajo un velo de misterio, ya que lo contrario es profanar su valor... En cuanto a tu petición de que parta de viaje al país de los Galos a fin de aprender la ciencia de los druídas, no solamente accedo, sino que me ofrezco voluntariamente a hacerlo por el bien de mi pueblo, puesto que no ignoráis la estima que tengo hacia esa nación a la que considero portadora de la luz del mundo. Te saluda, Alejandro, a XX de las calendas de mayo, en el año de la CV Olimpiada”.

—Todavía la releo de cuando en cuando —dijo a continuación Chasles—. Basta con que ponga los ojos en ella para que vuelva a mí la sensación que tuve la primera vez que la leí. La sensación de haber sido transportado al siglo IV antes de Cristo y de encontrarme al lado de aquel viejo sabio, leyendo las palabras de su alumno más aventajado, siendo testigo con mis propios ojos de la historia de la humanidad. Ésa es una sensación que nadie me podrá arrebatar.

—¿Ni siquiera el saber la verdad?

Chasles contestó con una nueva sonrisa.

—Ni siquiera eso.

Mi conversación con Chasles produjo un fruto inesperado. Me di cuenta de que había viajado a París por causa de esa misma sensación que había descrito. También a mí la carta de Juana de Arco me seguía trayendo de vuelta el dulce recuerdo de la primera vez que puse mis ojos sobre ella. La sensación de haber entrado en contacto a través del papel con una mente privilegiada que desplegaba ante mí aspectos de la vida que hasta ese momento me habían sido totalmente desconocidos.

En los dias que siguieron, Chasles y yo nos hicimos amigos y poco a poco empezamos a concebir un nuevo proyecto editorial que, una vez llevado a cabo recibió el calificativo de excéntrico por parte de muchos. Reunimos las cartas de Vrain-Lucas, las suyas, la mía y otras muchas que a lo largo de un año fui comprando a otros de los incautos que había engañado el falsificador y que se contaban en número superior a lo que en un principio habíamos previsto. Finalmente vieron la luz en un volumen facsímil cuya intención, lejos de exponer nuestra vergüenza en público, fue la de dar forma cronológica a la historia de un mundo improbable en el que Alejandro Magno conquistaba las Galias, Juana de Arco era doncella de verdad y Pascal el padre de la física moderna. Un mundo que, pese a su irrealidad, se ajustaba más a nuestros deseos que aquel en el que vivíamos. Críticos literarios de media Europa se preguntaron qué valor había en algo cuya falsedad había quedado demostrada. Y aunque estaban en lo cierto al decir que nuestro volumen carecía del aura que poseen los objetos únicos, para Chasles y para mí brillaba en él una luz muy distinta. Por falsas que fueran, las palabras de Vrain-Lucas tenían la habilidad de pensar en blanco y negro con voces que llegaban de otros tiempos para relatar una historia que pudo ser y no fue, y en presencia de tales palabras pude por fin comprender cuál era la verdadera razón que movió al conde Libri y a su esposa a hacer lo que hicieron, la de saberse ventrílocuos de los muertos para ayudar con su impostura a los vivos a seguir teniendo algo en lo que creer.



Aquí termina el manuscrito, quién sabe si inconcluso o no, de Arthur Sackville-Marchmain, conde de Norfolk. Se desconoce si fue escrito a modo de diario privado, o con vistas a una futura publicación, y aunque la fecha en que fue redactado es incierta, la dedicatoria a A.J.A. Symonds, escritor nacido a principios del siglo XX, nos permite deducir que Sackville-Marchmain debió escribirlo hacia el final de su vida. Es posible incluso que fuera su muerte, ocurrida en 1930, la que forzó el punto final del texto.

Aunque algunos de las sugerencias que podemos encontrar en él tienen un cierto interés filológico, como por ejemplo, aventurar en Melanie Double, condesa de Libri, un posible modelo para la Carmen de Mérimée, su valor histórico es dudoso, sobre todo en lo que respecta a los hechos y afirmaciones atribuidas a los personajes implicados en el caso Libri. Es sabido que Sackville-Marchmain, quien al contrario que Libri jamás utilizaba su título nobiliario en público, se dejaba influir demasiado por sus simpatías personales a la hora de verter sus opiniones tanto por escrito como en su salón de tertulias.

Arthur Sackville-Marchmain murió a la edad de 90 años tal y como había vivido:entre libros, sin haber contraído nunca matrimonio y sin descendencia. Su cuerpo fue hallado en la biblioteca de su casa de verano en Kent. Llevaba en los oídos sendos tapones de algodón. Dicen que, cuando leía, nunca se olvidaba de ponérselos para que los ruidos del campo no le hicieran regresar de su mundo de ficción.





BIBLIOGRAFÍA.



Collingham, H. A. C. (1981), “Prosper Mérimée and Guglielmo Libri. An account on Mérimée's role in the affaire Libri, with five unpublished letters”. En: French Studies, vol. XXXV, nº 2. (pp. 135-147) versión on-line: http://fs.oxfordjournals.org/content/volXXXV/issue2/index.dtl


Lenotre, G. (2009), “L'affaire Chasles, ou l'arnaque Vrain-Lucas. Comment escroquer un membre de l'Institut de France”. En: Doucet, Jean-Paul (ed.), Le droit criminel. Recurso on-line. http://ledroitcriminel.free.fr/le_phenomene_criminel/les_agissements_criminels/escroquerie_chasles.htm


Libri, Guglielmo (1833), “Memoire sur les functions discontinues”. En: Journal für die Reine und Angewandte Mathematik, nº 10. (pp 303-316) Versión on-line: http://www.digizeitschriften.de/index.php?id=loader&tx_jkDigiTools_pi1[IDDOC]=511001


Manguel, Alberto (2003), Una historia de la lectura. Madrid: Alianza.


Prévost, Marie-Laure (2003), “Vrain-Lucas, le Balzac du faux”. En: Revue de la Bibliothèque nationale de France, nº13, 2003. Versión on-line: http://www.editions.bnf.fr/pdf/revue/extrait13.pdf


Rice, Adrian (2003), “Brought to book: the curious story of Guglielmo Libri (1803-69)”. En: Newsletter of the European Mathematical Society, nº 48, junio 2003. (pp. 12–14) Versión on-line: http://www.emis.de/newsletter/newsletter48.pdf







La Pandilla Basura.

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...Y ya que con la historia del conde Libri dedicábamos la entrada de la semana pasada a los amanuenses medievales, toca esta semana hablar de un amanuense moderno, es decir, de un autor de cómic. Es Art Spiegelman, a quien conoceréis por su monumental Maus; tremenda biografía de un superviviente de Auschwitz, el propio padre del autor.

Sobre Spiegelman hay dos datos importantes a reseñar (bueno, hay muchos más, pero para los propósitos de esta entrada, me conformo con dos). El primero, que se parece a Woody Allen pero sin el sentido lúdico de la vida que tiene este último. En otras palabras: sus manías y sus fobias, que él mismo atribuye a una educación judía fundamentalmente neurótica, son fuente constante de tortura para él. El segundo, que ése no poder dejar de torturarse ha provocado que su obra sea escasa; tal vez porque a su autor se le antoja insoportablemente dolorosa, tal vez porque, desde Maus, desde Auschwitz, ya no se pueda escribir nada, como decía Jorge Semprún.





Es motivo para hablar de Spiegelman la reedición de Breakdowns, una antología de sus cómics experimentales de los 70, que incluye como añadido una introducción en forma de cómic de más de veinte páginas, es decir, casi la extensión de su última (y decepcionante) obra, Bajo la sombra de las torres. A la introducción de Breakdowns habría que dedicarle una entrada aparte, pues nos devuelve el mejor Spiegelman (algunas de sus secuencias te ponen los pelos como escarpias) y porque hace concebir ciertas esperanzas sobre el futuro de su carrera (el haber conseguido dibujar veinte páginas en un año es todo un récord para él). Pero no, de lo que vamos a hablar en esta entrada no es de ninguno de sus cómics, ni de su trabajo como portadista o director artístico del New Yorker, sino de una colección de cromos infantiles. Aunque lo de “infantiles” es un decir... Esta colección fue diseñada por Spiegelman para la compañía Topps. Quizá el título original de dicha colección, Garbage Pail Kids, no os diga mucho, pero quizá sí su traducción al castellano: la Pandilla Basura.




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Si no recuerdo mal, estos cromos debieron aparecer en España hacia finales de los años 80, y de inmediato nos volvieron locos a todos los críos que, por aquel entonces, estábamos en el colegio. Cada cromo representaba a un niño con aspecto de muñeca (parodias, en realidad, de las Cabbage Patch Kids) cuyos rasgos distintivos estaban relacionados con alguna atrocidad. Por ejemplo, Adam Bomb se suicida haciendo estallar una bomba atómica dentro de su cabeza, Corroded Carl tiene el cuerpo lleno de granos del tamaño de cráteres, y Creepy Carol es una especie de monstruo de Frankenstein que rompe los espejos con solo mirarse en ellos. Precedentes a este aberrante catálogo de niños ya había uno, aunque más elegante, en el libro The Gashlycrumb Tinies (1963), de Edward Gorey, donde la enfermiza pluma de este ilustrador norteamericano pone letra e imagen a las muertes, variadas e inverosímiles, de veinticuatro protagonistas infantiles. Iba a calificar este libro de hermoso, pero está claro que esa no es la palabra, y sin embargo podemos utilizarla sin que se nos caigan los anillos, si de lo que se trata es de compararlo con la Pandilla Basura de Spiegelman. En su momento, fue considerada tan vulgar, tan desagradable, tan sin propósito, que se prohibieron sus cromos en muchos colegios, el mío incluído; creo yo, ahora con la perspectiva del tiempo, no tanto por los perniciosos efectos que pudieran tener sobre nuestras inmaculadas mentes infantiles, sino debido a que su poder de fascinación nos impedía atender a materias mucho más provechosas como las Sociales o la Literatura.



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Pero ¿de dónde venía ese poder de fascinación? Supongo que, una vez más con la perspectiva del tiempo, ahora que sabemos que fue Spiegelman quien creó los personajes de la Pandilla Basura (aunque, sin embargo, fueron dibujados por ilustradores como John Pound y Jay Lynch, bajo su dirección), es demasiado tentador analizar psicoanalíticamente sus cualidades. Sí, la Pandilla Basura es fruto de una mente torturada por un padre castrante que sobrevivió a Auschwitz y una madre que se suicidó sin dejar nota de despedida. Sí, es una sublimación de los terrores de la adolescencia: desde el empollón que se vuela la cabeza, hasta el niño barbudo que adora travestirse. Pero, al mismo tiempo, intuyo que lo que nos atraía de estos cromos, lo que hace trascender su aparente vulgaridad, es la misma contradicción que late en Maus, la obra magna de Spiegelman (inciso: ¿por qué los israelís no la consideran “obra sagrada” y sí lo hacen con La Lista de Schindler?), que debajo de las apariencias más inocentes, ya sea la cara de un gato, de un ratón, o de un rollizo muñeco con pinta de bebé, pueden esconderse las atrocidades más espantosas. Supongo que es lo mismo que le enseñan a los niños los cuentos de hadas como Caperucita Roja, y supongo también que es lo mismo que sigue enseñándoles la buena literatura infantil; lo cual basta para reivindicar La Pandilla Basura, y para merecer que se haga una lectura de estos cromos en paralelo a otras obras mayores de Spiegelman, como Maus y el prólogo de Breakdowns.

Para ver la colección entera de La Pandilla Basura, pincha aquí.



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